En las tardes de quietud en la oficina de su trabajo cuando se empezaba a ir el sol, con ceremoniosa cautela y armonía se colocaba los auriculares en sus oídos. Le gustaba escuchar el Himno Nacional Argentino interpretado por la Orquesta Sinfónica Nacional con la voz de Elena Roger. Miraba con vigor los ojos verdes de Elena, su vestido violáceo, su rostro inmutable con la mirada en un punto fijo, el cuerpo inmóvil, hermoso, lleno de curvas, e imaginaba a Regina Pacini en su debut en el teatro San Carlos de Lisboa. ¿Cuánta pasión? ¿Cuánto sentimiento?
Una lluvia de emociones le mojaba el rostro y solo en
la oficina lloraba sin consuelo apoyado sobre la mesa del escritorio. De a
ratos volvía a mirar a las imágenes, rebobinaba el youtube, quería ver si Elena
Roger también lloraba. Y sí, sí, lloraba en el “¡Oh, juremos con gloria morir!”
Entonces su corazón quedaba esplendoroso de admiración por aquella mujer. Y
lloraba de admiración.
Otras tardes de un fiero invierno, sí fiero, con
oscuridades tempranas en el cielo miraba un video biográfico de Nicolino
Locche, el pequeño gran gladiador. Veía en la mitad del video la pelea en Japón
contra Fuji el 12 de diciembre de 1968. Aquella mañana gloriosa para el
deporte argentino. Un japonés embravecido no podía con el sencillo Locche, que aplicaba
en todos los sentidos y en todo momento el cálculo matemático llevado al
movimiento, a un ring. Bien le decía el profesor Eduardo Castro en la Facultad:
la teoría se aplica a cualquier cosa.
Despejaba Loche antes de que partiera el ángulo del golpe
del rival la parábola de la trayectoria, potencia, dirección, tiempo, posición
y distancia. El cerebro procesaba ese teorema en una milésima de segundo
y sobrevenía el esquive milimétrico y casi milagroso. Tremenda izquierda de
Fuji pasa al costado de Nicolino, cae Fuji desorientado a la lona. Se
levanta como un león herido porque el que es el campeón ha caído de bruces
contra el suelo pero no por un golpe sino por una simple finta de ese
jeroglífico indescifrable que tiene en frente.
La izquierda de Locche se estrella como una centella en los
ojos de Fuji, es persistente, martilla, machaca. El campeón ya no ve, solo
siente que la izquierda del pequeño gladiador da y da en el blanco. Fuji llega
al séptimo round, solo ve sombras, manchas grises y los reflejos claros de los
fluorescentes. No puede seguir así. Locche es el nuevo campeón. Quince mil
japoneses no atinan ni a hablar, ni aplaudir, solo hay silencio, no salen del
asombro.
Con una tenue sonrisa, Locche sale de su rincón, apenas
levanta las manos, casi con desinterés, pareciera. Llega Tito Lectoure, sube al
ring, lo abraza, lo levanta, también Aguilar se prende en el remolino de
argentinos que festejan. Lo levantan tan fuerte que las piernitas de Nicolino
quedan en el aire. Parece mentira que ese hombrecito lo haya logrado.
Ese hombrecito que en su momento más glorioso parece estar en
otro mundo, la mirada ida, la sonrisa serena hasta que aparece en el ring don
Paco Bermúdez. Entonces se abrazan los mendocinos que hicieron grande al gimnasio
Mocoroa y Locche emocionado le grita: “¡Gracias, Don Paco, gracias por todo!”.
Y Marcelino Rocamora mientras ve el video
recuerda la frase de Rubén Torri, el periodista cordobés: “Fue como un
mimo del boxeo”. Y llora, llora desconsoladamente sobre el
escritorio de su oficina, llora solo de todas las soledades. Escucha en
el video la voz de Ernesto Cherquis Bialo: “El tipo había nacido para
eso”. Y Casimiro vuelve a llorar.
Luego él mismo se pregunta para qué había nacido y llora
sobre las letras del teclado de la computadora. Recuerda las zanjas de la
vida, de su vida, las discusiones de sus padres, los palos entre ellos, las
palizas para él, el orden cerrado, los violados y los violadores, el rigoreo en
la colimba, el rigoreo insensato en la colimba, los desprecios y la soberbia de
algunos universitarios cuando fue a la Facultad de Diseño Industrial.
En fin quiere irse ya de su trabajo, dejar la oficina,
llegar rápido a su casa. Espera empinar unas ginebras reparadoras que le quemen
las penas y le profundicen los olvidos. Eso sí, prometió antes de abrir
la botella de ginebra Llave que no va a llorar hasta el tercer vaso de ginebra.
Artemio Corbalán Bosco