El pobre tipo que quiere dar clase
¿Qué pasa cuando alguien siente que su palabra no es escuchada? ¿Si su impresión es que daría lo mismo su presencia que la de un maniquí? No se trata de la invisibilidad buscada por un observador encubierto, sino la indeseada por quien cree que sus propuestas caen en saco roto y advierte que, en vez de fertilizante lluvia de ideas, el pretendido trabajo en grupo lava la tierra.
¿Cómo se hace para establecer límites, para tener una palabra que tiempo atrás estaba concedida y hoy es otorgada a cuentagotas?
¿De qué manera se puede vencer al desánimo si la sospecha es que no gustan las flores que se llevan en el ramo ni cuando se cambia de ramo? ¿En razón de qué preparar platos elaborados si a la primera de cambio los comensales piden panchos, se ponen el delantal y pasan a la cocina?
¿Cómo seguir jugando a las bochas si cada vez que se pide arrimar aparece alguien que tira como quien lanza la jabalina?
Alguien puede asumir que el profesor de las preguntas quiere alumnos a medida. No. Procura que el diálogo en el aula sea fructífero; para hablar caóticamente están la mesa de café y las tertulias futboleras tipo titanes sin el ring.
Dar clase puede ser muy frustrante. Aunque no medie violencia física.