Bellezas y desventajas de enclaustrarse
Por Elena Moscone, alumna del PEAM
La pandemia puso en relieve la importancia del costado
humano: extrañamos el contacto físico, la intimidad, lo relacional. No hay
reemplazo para estas cuestiones que estamos revalorando. Esta masificación se
combina en algunos países con la denominada epidemia de soledad y está haciendo
que exploten ventas del rubro sextech hasta unas almohadas con texturas
personalizadas que simulan el contacto humano para dormir abrazados a la noche.
En el campo de la psiquiatría se habla de la otra pandemia,
con relación al enorme costo que está teniendo el Covid 19 en términos de
bienestar emocional.
Gustavo Adolfo Becquer dijo: “La soledad es muy hermosa
cuando se tiene alguien a quien decírselo”. Nos hace pensar en la necesidad del
otro.
Durante el aislamiento, suplimos la necesidad de alternancia
con el otro mediante el apego a nuestras mascotas, al cuidado de las plantas, a
algún arreglo hogareño. Ello no fue suficiente; se generaron problemas de
miedo, soledad, animadversión hacia el Covid y, por qué no, hacia el prójimo.
Herman Hesse plantea en un poema que “por cierto ninguno es sabio que no
conozca las sombras que ineluctables, callando, de los demás nos apartan.
Extraño andar al ocaso, la vida es soledad, nadie conoce a los otros, cada uno
solo está”.
Debemos distinguir entre estar solos y sentirnos solos.
Puede gustarnos estar solos y disfrutar ya sea para leer un
libro, reflexionar, meditar. Otra cosa es sentirse solo.
Algunas personas manifiestan que están más aburridas que una
ostra. Se sienten aislados de todo contacto humano, ignorados por la gente,
abandonados a su soledad.
Según dice Anselm Grün, la manera en que vivenciamos la
soledad tiene que ver con nuestras experiencias infantiles. Si alguien fue
dejado solo de niño con excesiva frecuencia, es probable que más tarde tenga
sentimientos de desesperación parecidos a aquellos. Por otra parte, si un niño
nunca aprendió a estar solo, a jugar solo, también le costará soportar la
soledad.
El que no supo arreglárselas en este sentido en la niñez, de
anciano vivirá la soledad como aburrimiento ya que nunca desarrolló la fantasía
en su infancia y en la vejez espera que los demás proyecten y emprendan cosas
para él.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer sostenía que la
juventud debería poner empeño en aprender a soportar la soledad pues es una
fuente de felicidad y sosiego. Una forma de manejarse bien consiste en
dedicarse al mundo y a las personas en lugar de esperar siempre algo de ellas.
El individuo puede tener momentos de soledad, pero no vivir
siempre en ella. El contacto con el otro llega a indagar, a ser estimulado por
la aceptación o rechazo a nuestras opiniones o hechos. Como dicen los versos de
Mario Benedetti, “la soledad no es solo una gayola, es tan solo un cultivo, una
emancipación, un duro aprendizaje. La soledad no es una clausura, es un espacio
libre, un césped sin historia, un crepúsculo púrpura, tampoco es cofre de
seguridad; es una variación, un regocijo afluente, un llanto tributario.
Después de todo, es verosímil, la soledad es un amparo, casi un ritual consigo
mismo”.