Grito revelador
A la hora de la siesta que no dormían porque tenían que trabajar, el café era parte del rito posterior al almuerzo. Después, vuelta a las imágenes y los diseños. Trabajaban con música de fondo y hablaban poco.
Un jueves, ellos tres giraron la cabeza a la izquierda y ella, a la derecha. Les llamó la atención el sonoro “¡¿qué?!” de Enrique Fretes, desde la computadora más próxima a la puerta.
Le parecía raro que fuera correo basura uno cuyo remitente se llamara exactamente como ella. También le resultaba extraño que ella le escribiese. La curiosidad no mató al gato ni dejó sordos a sus cuatro compañeros tras su grito de sorpresa al comprobar que Alejandra Levato era Alejandra Levato.
No todos los días el correo electrónico trae un mensaje doce años después del último contacto.
Martes 7 de setiembre de 1993. Enrique deambula por Grisú. Ya no lo acompaña su amigo Adrián, cuyos pasos al influjo de varios tragos eran más lentos que su risa.
-¿Me llevás a bailar?
Alejandra aceptó. Al rato, tomaban algo en la barra. De viaje de egresados a la escuela de cada uno, de películas a partidos de fútbol, de fechas de cumpleaños a la salida y de allí a la caminata.
Ella recuerda que él le ofreció su buzo. El se acuerda de que en la esquina del hotel Andino, a las mil y una se animó a preguntarle si quería tomar un café.
-¿Por qué estoy de nuevo con esto? -se preguntó el 2 de enero de 2009, mientras sonaba “
Por la tarde, a la hora convenida, él recién estaba por volver del cerro Catedral. “Va a creer que me borré, pero no es mi culpa” y otros pensamientos lo acompañaron hasta la puerta del hotel de Alejandra. Ella tampoco había regresado de la excursión. Alivio, café reprogramado, dos horas más de charla y alegría.
-Se ve que te pegó fuerte -le dijo la conserje, que sonriente lo invitó a esperarla. Ese atardecer de jueves se vieron por última vez en Bariloche.
Vaya si había sido significativo conocer a Alejandra. Se lo contó a sus padres, le escribió una carta y a los días se fijaba en el buzón. Nada por aquí ni por allá.
“Sí, me la debe haber mandado antes. Como un reverendo hijo de puta...”. Los codos sobre la mesa, las manos unidas y los pulgares contra los labios enmarcan sus palabras el mismo 2 de enero de 2009.
Efectivamente, fue él quien durante horas de clase recorrió librerías y eligió una con fondo bermellón. Un animalito miraba la luna y decía algo así como “Ya no sé qué hacer para no pensar en vos”. Sí, era él quien había puesto la tarjeta en un sobre rumbo a Buenos Aires por correo privado. Podía absolverse.
Carta va, carta viene a Río Cuarto. En noviembre, encerrado en su pieza, lee “sí, tengo novio”. “Sí” aparecía recuadrado. El fin de semana siguiente, tuvo que viajar con su familia. La oscuridad del colectivo lo ayudó a llorar.
Tenía 18 años. Aprendió que la sensación de perder lo preciado lleva la expresividad a límites casi nunca frecuentados. De las sugerencias con más sobreentendidos que presupuestos pasó a explicitarle lo que sentía. Resultó una carta que a ella la conmovió, no hasta el punto de aceptar el noviazgo.
-Se ve que te pegó fuerte -repicaba en su mente, como explicación a su intento de quedarse con la novia de otro.
Con la siguiente carta se fueron 1993 y las ilusiones. Por algo, lo único que recuerda de esos párrafos es una referencia a
Noche
Gustavo supo de la historia, de detalles que sólo un amigo mayúsculo tiene paciencia para escuchar. Al reanudar las clases en la universidad, se enteró de que para el 20 de julio, Enrique le había escrito de nuevo. Ni noticias de Alejandra.
Como a los tres meses, la noche más feliz de 1994: Enrique vuelve a su casa y hay penal para Boca en
-Por favor, cuánta alegría -sintió, resopló, releyó la carta y apagó la luz.