26/4/11

Traicionados por las nubes
Por Martín Bufali. 
Una descripción bella de un momento que casi todos recuerdan aunque no les haya gustado.
 
Los truenos y relámpagos amenazaban con convertir la llovizna en temporal. Sin embargo nada me detuvo, lo tenía que hacer.
La madrugada se revelaba en la cara de mi amigo, quien preparaba las melodías de su celular para apaciguar la espera. Caminamos cinco cuadras hasta llegar.
De pie, acurrucado en un rincón, como con miedo a que alguien le usurpara el lugar, su lugar, se encontraba Eufemio, flaco, de tez blanca, despierto, pensativo, tranquilo. No emitió sonido alguno más que un "Buen día" obligado ante nuestro saludo.
Así nos sentamos en un banco al frente de donde la fila se haría agobiante en menos de una hora. La llovizna molestaba, el aire comenzó a refrescar, por lo que saqué mi campera del bolso y me la puse. Saqué una bolsa y así pude sentarme encima para que la humedad del banco no se notara tanto. No quería mojarme, pues en unas horas, si tenía suerte, me sacarían la foto, ya demasiado con la cara de pocas horas de descanso que revelaban las bolsas bajo mis ojos.
La música formó parte del momento junto a alguna charla con mi amigo. Eufemio seguía quieto, intacto. No supimos a qué hora habría llegado al lugar, pero parecía de esos hombres con poco que hacer y capaz de haber estado desde mucho antes.

Llegó una mujer con excesivas ganas de hablar, algo incómodo en una madrugada de sueño. Comentó que era la cuarta vez que lo intentaba. Se podía visualizar la sensación de frustración y cansancio en su mirada. Algo enojada, inquieta, insistente. Por un momento sentí que hoy siendo dos en la fila delante de ella, si resistía hasta el amanecer, podría realizarlo. No quisimos darle tanta charla, por lo que pronto se fue hacia Eufemio, y en ese momento conocimos la extraña voz del señor, algo infantil. Sus comentarios eran poco coherentes, me pareció la persona más aburrida que podría conocer.
Sacamos el termo, y mi amigo sirvió un mate cocido. Nos alegramos en ese momento de haberlo llevado. Mirábamos atentamente la fila, aún Eufemio encabezándola. Todo se tornó peligroso cuando llegó Caza Vizcacha. Era un hombre bajito, amable con tintes de oportunismo. Quizá esperaba que alguien le dijera "Vuelva al auto Caza Vizcacha, yo le cuido su lugar" lo cual no ocurrió. Fue en ese momento cuando hubo que dejar aquel banco y ponernos en la fila. Dos personas luego de nosotros, predecían el peligro de perder el lugar.
Los minutos pasaban lento y el cielo amenazaba con más ganas. Anaranjado y lleno de relámpagos nos seguía castigando con las frías gotas de la llovizna.

Caza Vizcacha comenzó a charlar con Eufemio. Buscaron alguna que otra relación que los uniera hasta que encontraron algo en común. El Fiat 600. Ambos habían tenido uno. Compartieron sus ideas, halagos y comentarios acerca del vehículo. Parecían dos buenos amigos fanáticos por los motores.
Pude notar la bronca de la mujer, que no podía incorporarse a la charla. Así que encendía un cigarrillo, iba, volvía a asegurarse que nadie le quitara su lugar, se asomaba, volvía.
La intemperie se hacía cada vez menos amistosa. La lluvia ya nos empezaba a mojar. Nadie se animaba a moverse, a dejar esa baldosa y media que valía horas de espera y sufrimiento para el gran momento.
Pronto llegó la señora del paraguas, con su marido. Le siguieron los tres jóvenes veraniegos. La fila se hacía más y más larga.
Repasaba en silencio: Eufemio, a su costado Caza Vizcacha que no respetaba su lugar, mi amigo y yo – que ocupábamos un solo lugar - , la habladora, la señora del paraguas con su marido, los tres veraniegos y el resto.
A Eufemio se lo veía bien, abrigado, con su paraguas y a pura charla con Caza Vizcacha. Allí fue cuando descubrimos la verdadera identidad de éste último. Le contó a Eufemio hasta la última historia de los viajes a cazar vizcachas que había hecho de joven. Se lo notaba un buen hombre, y algo ansioso. Venía de lejos, no era de la gran ciudad, por lo que seguramente habría dormido menos. Eufemio lo escuchaba atento, mientras por momentos aportaba alguna historia de la pinturería de su padre, y todo retomaba a recordar el Fiat 600, que lamentaba no encontrarlo en algún lugar y restaurarlo.

Los minutos se pasaban lentamente, mientras mi amigo aguardaba se hicieran las seis e ir a comprar algo de comida.
La lluvia empeoró. La fila permanecía intacta, nadie se animaba a moverse de su lugar. Yo nuevamente busqué la bolsa, la dejé en el suelo y me senté encima. Pude sentir que algunos me miraron con aires de envidia.
Habladora encontró con quién pasar los minutos, y se le acercó a la señora del paraguas en busca de charla. De tantas veces que lo había intentado sabía como era el manejo y tuvo que decirle sin compasión a la señora que no cumplía con todos los requisitos, que la espera sería en vano. Aun así la señora se negaba a irse, prefería esperar. Probablemente haya pensado que se querían deshacer de dos lugares, por eso intentaban persuadirla de que dejara la fila. Eso no ocurrió.
El reloj marcó las cinco y cincuenta. Mi amigo salió en búsqueda de alimento. Quedé solo, contestando a alguna de las preguntas de Habladora.
Llegó mi amigo y nos calentamos tomando un mate cocido con rasquetas. Caza Vizcacha, Eufemio,
Habladora y la mujer del paraguas con su marido nos miraron con envidia. Exclamé en voz alta que no quedaba agua, como justificándome lo que no convidábamos. Me sentí egoísta. Pero entendí que se trataba de una lucha individual y no había que compadecerse con el resto. No había que confiar el lugar a nadie, y evitar las relaciones sentimentales era la mejor opción.
La taza de mate cocido comenzó a mojarse más, mi amigo se resguardaba en su capucha, por lo que lo dejé solo cuidando el lugar y me fui debajo de un árbol. Uno de los veraniegos también lo hizo, se podía notar el frío en sus labios, vestido con una bermuda y una remera muy poco acorde al estado del tiempo. Algunos dejaban una pertenencia en el lugar para poder resguardarse sin perder su baldosa.

El pánico comenzó a adueñarse de la multitud. Muchos se resguardaron en la garita del ómnibus, otros debajo del árbol, que ya comenzaba a lloverse también.
Le tuve que decir a mi amigo que se podía ir, ya me había acompañado demasiado, era en vano que siguiera mojándose. Así que llegó el momento de la despedida. Volví al lugar y decidí mojarme. El salió corriendo rumbo a su hogar, seguramente calentito y armónico.
No podía seguir humedeciendo mi ropa, así que dejé el termo como para marcar territorio y corrí hacia la garita. Aguardé allí unos minutos y vi cómo la fila se alargaba. El peligro llegó, la gente empezó a ocupar los lugares que quedaban espaciados. Fue en ese preciso momento cuando lo vi correr a Caza Vizcacha, fue hasta el auto y sacó un nylon bastante extenso. Así fue que corrí hasta mi lugar, y él se vio obligado a ofrecerme resguardo junto a él. Igualmente la caída de agua del lado derecho del nylon apuntaba directo a mi brazo. Era un sufrimiento de lo màs desagradable.
Eufemio se encontraba bien con su paraguas, que de a ratos escupìa unos chorros que iban directo a mis zapatillas.
La fila volvió a organizarse, aún con la lluvia torrencial. Los veraniegos estaban empapados, y la señora del paraguas se encontraba acurrucada junto a su marido con frío y actitud de pánico.
Me quedé quieto, cualquier movimiento hacía que las caídas de agua fueran más bruscas. No sé exactamente cuánto tiempo pasó, todos en silencio, aguardando el amanecer que parecía asomarse.

Pasaron largos minutos hasta que pudimos ver que un hombre abría la entrada. En ese momento Eufemio llamó a alguien desde su celular: "¡Venite ya!". A los pocos minutos aparecía una bella mujer con paraguas que tenía reservado el primer lugar, que no sabía del frío, ni de la lluvia, ni de las largas horas de espera. Todos sentimos bronca, envidia quizá. Sin embargo era justo, Eufemio se fue sin despedirse y dejó el lugar a la joven. Caza Vizcacha sintió bronca porque no le hubiera contado que la espera era para otra persona. Y al fin la puerta se abrió, nadie podía creerlo. Pasó la joven, luego yo, y detrás seguía el resto. Intenté secarme con la campera, mi bolso chorreaba agua, y me acerqué a la mesa de entrada. El hombre mirándome con lástima me saludaba – Buenos días, permíteme el acta de nacimiento y la denuncia de extravío, acá te van a dar un turno, tendràs que ir al Banco a pagar un timbrado de treinta y cinco pesos y aproximadamente a las diez te llaman así comenzàs con el trámite para la renovación del DNI-.