Receta feliz
Tenía razón Hamlet Lima Quintana cuando hablaba de gente que está ahí y por cierto es necesaria.
Adrián Ramírez estaba un poco bajoneado, como solía decir. Algunos de quienes lo trataban sostenían que le gustaba sentirse así. Su psicólogo tenía otro diagnóstico.
Nada nuevo, apenas una muestra más de la disparidad entre el sentido común de los que opinan rapidito y el conocimiento.
El joven se acordaba en este tipo de casos de un viejo hombre que creía que su sobrina se curaría del asma cuando se casara. No sólo siguió siendo asmática sino que las crisis se le acentuaron en las semanas previas al divorcio. Algo era cierto, sin embargo: en los tramos felices del matrimonio, el asma había dado un paso atrás.
Pareceres y certezas; dolores y alivios.
A Ramírez le tocaba sufrir de vez en cuando de lo que su terapeuta catalogaba como pensamientos intrusivos. Si se le ponía en la cabeza que estaba despeinado, no había foto instantánea, tacto ni comentarios favorables que lo disuadieran. El sabía que eran ideas locas que a veces lo gambeteaban -genial título de una nota del periodista Natalio Gorín en la revista El Gráfico-. También había aprendido a relativizarlas aunque, como todo aprendizaje, contemplaba altibajos y por eso en ocasiones le costaba aceptar la realidad de los hechos, más agradable que la de las ocurrencias que lo invadían.
Un día en que lo acosaba la supuesta responsabilidad sobre el accidente de las 11.43 por haber pensado el día antes que hacía mucho no chocaban un camión y una bicicleta, escuchó comentarios sobre él. Si bien trataba de no dejarse llevar por el qué dirán, lo que oyó fue persuasivo: lo elogiaban en aspectos en los que merecía referencias favorables.
Adrián Ramírez sonrió, se despejó, leyó las novedades del fútbol argentino y ocupó su mente en la deliciosa comida que tenía delante de sus ojos.