23/8/17

Carta de Adrián Ramírez a su amiga Julieta
Una colega con quien regreso de Pilar a Pergamino vive hace años con su pareja en un vínculo caracterizado por los mutuos permisos, por decirlo sin profundizar, total vos entendés.
Desde luego, alguien chapado a la antigua -y con gusto, eh- no se siente bien frente a ese escenario. Solo imaginarme al lado de alguien que me dice: "Esta noche salgo", con lo que eso puede conllevar, me lleva a suponer que al rato voy a tener unos cuernos más grandes que Olaf y un ciervo juntos.
Por ende, si ese régimen de pareja abierta me cae mal, es incoherente servirme de sus beneficios. Pero...

El pero de esta historia lo ponen los colectiveros. Sí, ellos son los culpables. Si viajaran con las luces prendidas, la tentación sería muchísimo menor. Claro que como se confabulan contra mí y encima casi siempre hay asientos dobles disponibles, nos ponemos a charlar al oscuro y su rostro, lindo, se torna bellísimo, manzana al alcance de los labios.
De Fabiana me separa casi todo: a ella le gustan los hombres, hablar mucho de lo que hace en la profesión, leer setecientas páginas de teoría por semana e indagar en asuntos que juzgo pérdidas de tiempo (al estilo de muchas investigaciones tipo: ¿será igual de redondo el agujero del mate de calabaza que el del mate de plástico?).
Lo que me acerca, y tenés derecho de rotularme superficial, es su belleza. Es una botellita de Coca de medio litro.
También me distancian los 10 años que le llevo.

El otro día, mientras dialogábamos sobre una invitación que le han hecho para que diserte en un terciario, se me hacía cada vez más difícil mirarla sin pasar directo al beso. Muy difícil, Julieta. Me daba cuenta de que resulta incoherente criticar una pareja abierta y al mismo tiempo servirme de sus gozos, sin embargo en ese contexto pensaba: "Y bueno, seré incoherente".
En un momento, a la altura de Arrecifes, las dudas empezaban a disiparse y, presto a decir "má sí!", el colectivo enfiló hacia la banquina, prendió las luces para que bajara un pasajero y hube de esperar.
Ni bien salió y apagó las luces, la charla continuó, conmigo diciendo "sí" y "claro" sin comprender a qué -el poder de la mirada es superior al de la mente-.
Hasta que en un momento, mi mano izquierda acarició su mejilla derecha y mis ojos vieron su sorpresa. Por eso en primer lugar, acaso por un repentino acceso de coherencia en mucho menor medida, no la besé. Me limité a contarle lo que me pasaba, en una charla franca y liberadora; hablé casi tan acelerado como Jorge Corona de la ansiedad que tenía.
(Reíte tranquila, dale, no me enojo).

Suspiro cuando recuerdo el momento. Ella me explicó que prefería no vincularse con alguien que no ve con buenos ojos las parejas abiertas (tema hablado en viaje anterior) por cuanto había sufrido por eso. Señaló, sonriendo, que cuando pensara distinto al respecto le avisara, y también que percibía cierta química entre ambos. ¿Te acordás cuando te conté que un par de viajes atrás estuvo a punto de tocarme la mano? Y eso no fue una sensación, lo vi clarito.
En fin...
Continuamos conversando y, minutos más tarde, el tema viró hacia cuentos que nos recomendamos. Al llegar a la esquina en que se bifurcan los caminos a su casa y a la mía, nos saludamos cordialmente. Me pareció notar una mirada de sorpresa.