La libertad de ser
Que la naturaleza humana es diversa resulta obvio. Llevarse bien con las diferencias es otro tema.
“La ladrona de libros” lo muestra de varias formas: desde el desempleo
al cual el régimen nazi condena a un hombre que no se afilia al partido
hasta la quema de libros, pasando por escuelas convertidas en sitios de
adoctrinamiento donde a los niños se les enseña a vocalizar cantando
aberraciones contra los judíos. La película vale la pena, sin que esto
implique despreciar a quien decida no verla por imaginarlo vago, chanta o
frívolo. Este, el de los supuestos, es uno de los ejes del problema.
En su artículo “Cómo combatir el antisemitismo”, publicado en el New
York Times, David Brooks sostiene que esta discriminación suele existir
allí donde no hay muchos judíos. Allí donde “el judío no es una persona,
sino una idea”.
Después, vienen los justificativos. En Europa,
agrega Brooks, el antisemitismo parece una respuesta a la alienación y
es particularmente alto donde el desempleo es galopante.
Una de las
consecuencias de la alergia a la divergencia es la segregación; si los
distintos se odian tanto que son capaces de matarse, entonces se impide
su contacto, lo cual se advierte en las canchas de fútbol de nuestro
país: el partido se juega con dos equipos, pero con hinchas de uno solo.
Otra derivación es vivir entre tapujos. En su estudio “Cultura gay”, Michael Bronski recuerda que en la Londres del siglo 18, varones homosexuales solían referirse a sus pares ausentes como “ella” y lo hacían a modo de estrategia protectora que “les permitía parecer heterosexuales en sus vidas públicas”. Ejemplo: un hombre le dice a otro: “No sabés lo bien que plancha la ropa Nélida. Y lo bien que hace otras cosas”, a fin de que los terceros que paran la oreja no lo crean gay.
En una democracia mayúscula, se supone que la diversidad es no solo un hecho natural sino un derecho. Que cada uno puede expresar qué diario lee, con cuál noticiero se informa, si tiene novio, novia o nada por el estilo sin sufrir. Habría que revisar qué aporte hace cada uno.
Al fin de cuentas, la escondida es linda como juego de niños, no como destino adulto.