En el aula de ayer
“Aguirre me dijo crustáceo”, reclama un niño de quinto
grado. La señorita Alicia lo escucha y se ríe. Peralta vuelve a su asiento
frustrado por la impunidad y porque no solo Aguirre se divierte a su costa.
La maestra no quiso herir al alumno acusador, si bien dio
luz verde al apodo.
Esta lectura se hace más de treinta años después, a la luz
de estudios sobre consecuencias de bromas, rótulos y similares modos de reírse
de otro.
En 1988, un maestro de taller ve a un estudiante de primer
año sujetar la lima en la morza y pasarle encima el material a desgastar. Como
mover la cabeza y dejar quieto el cepillo para lavarse los dientes.
El hombre se enoja y da permiso para “30 segundos de capotón”.
Los manotazos de los demás llegan con placer para muchos y dolor para uno, que
acaba llorando.
Miradas
¿La señorita que festeja el apodo “crustáceo” y el maestro
de taller que avala medio minuto de chirlos y coscorrones se equivocan por
igual? Tu respuesta es bienvenida. Sugerencias que salen del diálogo de
parroquianos sentados a una mesa del bar Siete y medio:
-La tolerancia a la frustración se elabora mediante
frustraciones.
-Pero hay frustraciones legítimas y otras injustas.
-Un sobrenombre, de vez en cuando, es humor. Un golpe, no.
-No sé de la escuela primaria, pero de ese taller salieron
buenos boxeadores.
-Un alumno socializado entre arbitrariedades soportará mejor
a un jefe caprichoso.
-Hasta que un día le haga capotón.
-Reírse de los otros es tan viejo como la humanidad.
-La vejez no legitima maldades.
-El maestro, como autoridad, no puede callarse ante un mote
y, menos que menos, confiar que un grupo de chicos va a jugar sanamente a los
manotazos.
-Hay formas de humor muy próximas a la maldad.
-Viejo, si no te bancás un “crustáceo”, vas a llorar porque
el puré esté frío y cuando le falte sal a la sopa.
-La maestra le dio una lección al acusador: qué tanto
buchonismo por un sobrenombre.
-El mensaje es fiero: sufrí callado y no pidás ayuda.
-Sin desprecio no hay humor, fíjate en cualquier chiste.