24/8/11

Mejor no

Es preferible pecar por omisión y no por comisión”, era una de sus frases rectoras. La había aprendido de un hombre que entendía el periodismo como una actividad en la que llegar primero servía únicamente si se decía la verdad.
Adrián Ramírez aplicaba la regla a algunas áreas de su vida. Recordaba de Alejandro Dolina algo cercano a que las grandes aventuras son aquellas que mejoran el alma y entonces frenaba algunas búsquedas tentadoras. Tenía ganas de decir “ma sí, mañana no existe”. Tenía muchas ganas. Muchísimas ganas. “¡Y cuánta necesidad!”, según algunos.
La cuestión es que Ramírez optaba por irse a dormir triste a sabiendas de que al día siguiente caminaría a paso lento, disfrutando del sosiego, a entregarse a un presente apetitoso. Paladeaba la tranquilidad derivada de las buenas decisiones, que tan bien pagan a mediano y largo plazo.
Como humano que era, había aprendido esto al cabo de errores.

10/8/11

Camarera inepta
Por Martín Búfali

Maldita perra que se me acercó para darme mi café, mi delicioso café, y me lo tiró encima. No reaccioné en el instante, y observé su timidez, su rostro sonrojado, y su afán de pedirme perdón que sería totalmente en vano.
-¡Mi camisa, mi camisa!- grité para que se enterase la dueña del local.
No, no me sentí mal, se lo merecía.
-¿Puede ser que no sepan contratar a una persona capaz de servir un café?
-Disculpe, señor Russo, no volverá a ocurrir, no queremos perderlo como cliente, ¡discúlpeme a mí, por haber contratado a esta mocosa inservible!
La vi a la joven que comenzaba a sollozar. Me levanté y me dirigí hacia la puerta feliz.
¡No! No me sentí mal, ya se los dije.
Me senté al frente, en un banco de mierda de la plaza San Martín, a esperar que la joven saliera cabeza gacha, con aires de haber perdido su trabajo: tal como merecía. No pasaron más de dieciocho minutos cuando la vi salir. Y la vi caminar hacia la esquina llorando. La seguí, la agarré por detrás, la miré a los ojos y se lo dije: “Desde ese momento en que me miraste con tu angelical rostro de inocencia, supe que serías para mí, y que no dejaría que nadie te maltrate, no puedes seguir trabajando ahí”. Me miró, sonrió, y siguió llorando, tal vez hacía mucho tiempo que un hombre no le declaraba su amor.

5/8/11

Diversidad o el facilismo en su nombre

Considera la diferencia”, rezaba un afiche en el cubículo de una gran profesora, Mabel Grillo, a fines de 1998.
Ahora se estila hablar de diversidad. Cuando en su nombre se aplican distintas estrategias para que un tema se entienda, bienvenida sea. Un docente que se precie aumentará su gozo de modo directamente proporcional al aprendizaje de los alumnos, por lo que habrá de explicar con variadas estrategias, definir lo mismo con diferentes trabajos, analizar a través de dispares perspectivas.
Así las cosas, gloria a la diversidad desde mucho antes de que más de un snob la usara cada tres frases.
El diablo mete la cola si la diversidad implica –y vaya si ocurre- tomarles la tabla del nueve a quienes son ágiles para los cálculos y la tabla del dos a los demás. Semejante distancia es peligrosa por cuanto se corre el peligro de que el primer alumno descubra que el negocio más cómodo es fingir ignorancia.
De ninguna manera es cuestión de imprimir el cartel “Sólo aprueba quien es excelente”. Tampoco es posible que la consigna sea “si no pudiste hasta ahora, te bajamos la exigencia para que puedas mañana”. Al fin y al cabo, educación ha de suponer crecimiento, tolerancia a la frustración y dicha por los obstáculos superados.
En 1988, en primer año del colegio Industrial, aprobar Educación Física en primer año a las órdenes del profesor Gonella requería hacer cinco extensiones de brazos en la barra.
Hubo quienes no hicieron siquiera una en marzo, tampoco en agosto. La idea de llevarse la materia a diciembre no los entusiasmaba. Empezaron a ir al Centro 11. Intentaron. Les costó despegar. Aumentaron la frecuencia. La mano siguió complicada. Aprobaron con seis barras. En el mismo curso hubo adolescentes que lograron doce y razonablemente consiguieron la máxima calificación.
Tal vez se trate de asumir que el piso del conocimiento no es un bien negociable.
“El pesimismo es una linda forma de hacerse el zonzo”, planteaba con otros términos el catedrático Miguel Boitier. Imaginar que el alumno que hoy rinde escasos frutos también será de pobre cosecha mañana es un guiño a la fiaca, tanto suya cuanto del docente.
Hubo una vez un muchacho llamado Bertie, hijo del monarca George V, al que le resultaba imposible hablar sin tartamudear. La película “El discurso del rey” expuso el modo en que por lo general se dividen las aguas frente a las dificultades: los cortesanos obsecuentes le decían que la receta para aprender era llenarse la boca de bolitas. Ninguno lo trataba de inútil. Ni falta que hacía; como no lo auxiliaban para progresar, él solito se daba cuenta de su condición.
Lionel Logue, el hombre que osó llamar por su nombre de pila al príncipe que devino rey, lo ayudó en serio. George VI no se transformó en el paradigma de los locutores, sin embargo le alcanzó para demostrarse que podía, categórico espaldarazo a su autoestima. La misma autoestima que aseguran cuidar los que en un mismo curso proponen la tabla del 9 a unos y la del 2 a otros.

4/8/11

Entendé, Ramírez

Adrián Ramírez no dio dos mangos por la expresión “Nadie se baña dos veces en el mismo río” hasta que repasó lo distinto que era unos días de otros. De bien que iba en piloto automático empezaba a cuestionarse lo que otros consideraban ventajas. “Siento que podría hacer más”, se decía por el tiempo que le sobraba. “No desprecies los regalos”, lo aconsejaba su amigo Omar Velázquez, empleado público durante 40 años.
“También es cierto que no resulta fácil en absoluto conseguir otro trabajo que pague así y dé tantas posibilidades horarias”, reconsideraba.
“Si hubiera que sentir culpa por las ganancias, Messi no podría ser feliz”, recordaba de Valentín Mas. “La impronta para los empleados la marca el jefe, qué culpa ni culpa, vos tranquilo”, le había planteado Joaquín Castro.
“Hay algo cierto –cierto era de sus palabras recurrentes, casi tanto como sus dudas- y es que al tiempo no lo desaprovecho; en todo caso lo uso por fuera de lo que acá me piden”.
Un día le llegó una felicitación por un trabajo que ni siquiera le había insumido esfuerzo. Agradeció y comprendió la regla del lugar: bastaba con ayudar a que la gente figurase. Nadie reclamaba allí excelencia ni plenitud en el desempeño laboral.


Entendé, Ramírez II
Años atrás, Adrián Ramírez estuvo tan enamorado de una mujer que se levantaba animado cada día y los problemas en la oficina le pesaban menos.
Ella tenía raptos de mal genio. Su inmensa generosidad para entenderle ridiculeces equivalía a su intolerancia a sugerencias para ayudarla. Su admiración ante sorpresas bien logradas era directamente proporcional a su rechazo a esfuerzos que no cuajaban.
Cada tanto, Ramírez se topaba con resultados ajenos flojos y le daba la razón. Después pensaba que exagerar la nota con el perfeccionismo era malo para con otros y consigo mismo. Evocaba compañeros de fútbol que no le perdonaban una y sus épocas de hincha que desde la tribuna insultaba a los jugadores desestimando su empeño.
Encontraba varias razones para sustentar su enojo. Hay errores y horrores, esfuerzos y esfuerzos simulados, distracciones y negligencias.
Perdía los argumentos al revisar su producción y al reparar, una entre tantas paradojas, que en ese contexto y gracias a ese contexto había construido amistades.
Comprendía a su exnovia, cuya vida había sido rodeada por exigencia alta y poca gratitud. Sonreía al acordarse del tramo de una letra de Iván Noble: “Cada cual carga sus cruces como puede”.

Entendé, Ramírez III
-¿Sabés qué pasa, muchacho? El riesgo del perfeccionismo es la intolerancia. No te digo que te vayas a poner racista o xenófobo por preocuparte en escribir sin faltas de ortografía. A lo que voy es a que si te dedicás tanto a captar errores te vas a quedar sin energía para apreciar los aciertos.
-No es así. Te puedo asegurar que me doy cuenta de las virtudes, las agradezco y no me canso de felicitar las buenas obras.
-Puede ser, pero no podés negar que si te casás con los aciertos, te separás de la gente.
-No. Marco los errores y punto. Si marco las malas y también las buenas soy justo.
-Tal cual, justo. Que no es lo mismo que piadoso.

Entendé, Ramírez IV
-Relajate, pibe. Vivís en un lugar. Por supuesto que podrías vivir en otro y no me chicanees, ya sé que me vas a decir que con la excusa del contexto en algunos lugares hay leyes espantosas y un machismo intolerable y pena de muerte. Pero una cosa es todo eso y otra muy distinta es relajarse y hacer lo que te piden, no todo lo que podrías. Si te ponés a pensar en todo lo que podrías hacer vas a llegar siempre a la conclusión de que podés más. Una forma de resolver esto la trataron de encontrar muchos que empezaron a dormir menos y se enfermaron. O trabajaron mucho más que los otros y se enfermaron. Y no te pongas denso, acordate lo que te dijo el médico. El tipo estudió, habla desde lo que sabe, dale crédito.
-Sí, buenos argumentos…
-¿Qué vas a decir ahora? Que una cosa es ser mediocre y otra es ser mártir. Es cierto, tanto como que entre mártir y mediocre hay unas cuantas categorías. O si querés, hay distintos grados de medianía. Si contás las horas que trabaja cada uno de los que está acá, vas a encontrar que nadie se vuelve loco trabajando y que todos los jefes lo saben. No ha de ser algo terrible si las distintas autoridades que pasan lo saben y ninguno hace un cambio.
-Así no hay progreso.
-Fenómeno. ¿Y vos aceptarías trabajar a lo bestia en un entorno que no lo aprecia y en una tarea que parece poco útil? ¿O en una actividad útil pero que ya no te gusta? A ver, si la respuesta es No, bienvenido al grupo de los que entendemos el sistema. Te recuerdo que nuestro común amigo Omar Velázquez dijo que él había empezado a ser feliz acá cuando entendió cómo era el sistema.
Además, a vos que te gusta la ropa, una cosa es dejar arrugada la remera que usás para dormir y otra es dejar hecha un bollo la camisa de vestir.

1/8/11

Clases de Lengua

Admiración
-¡Viva el general Perón!
-¡¿Cómo?!
-Usted pidió una frase con signos de admiración usando la función expresiva.
-Sí, pero ya empezó la veda política.

Las aguas suben turbias
“¡Al que le quepa el sayo, que se lo ponga nomás!”. Antonio agregó “nomás” al dicho y para que no quedaran dudas de su énfasis cerró la carta con cuatro signos de admiración. Su enojo se había motivado por la rotura de un caño que inundó de agua –es un decir- a casi ochenta viviendas. Esto probaba que “en algunas localidades, a los altos cargos llegan bajos intelectos que se ahogan en un vaso de agua mientras sus vecinos se ahogan en un mar de desperdicios que sin duda merecen otros”.

Eufemismo
“Victoria es buena como amiga, pero como compañera de trabajo es un eufemismo”, redactó Verónica ante la solicitud de la profesora: “Elige una persona, compara dos de sus dimensiones y aplica la noción de eufemismo”.

Apelativo
“Si no te gusta lo que escuchás, trabajá para merecer otra cosa”, puso Andrés en el práctico de función apelativa.