Diversidad o el facilismo en su nombre
“Considera la diferencia”, rezaba un afiche en el cubículo de una gran profesora, Mabel Grillo, a fines de 1998.
Ahora se estila hablar de diversidad. Cuando en su nombre se aplican distintas estrategias para que un tema se entienda, bienvenida sea. Un docente que se precie aumentará su gozo de modo directamente proporcional al aprendizaje de los alumnos, por lo que habrá de explicar con variadas estrategias, definir lo mismo con diferentes trabajos, analizar a través de dispares perspectivas.
Así las cosas, gloria a la diversidad desde mucho antes de que más de un snob la usara cada tres frases.
El diablo mete la cola si la diversidad implica –y vaya si ocurre- tomarles la tabla del nueve a quienes son ágiles para los cálculos y la tabla del dos a los demás. Semejante distancia es peligrosa por cuanto se corre el peligro de que el primer alumno descubra que el negocio más cómodo es fingir ignorancia.
De ninguna manera es cuestión de imprimir el cartel “Sólo aprueba quien es excelente”. Tampoco es posible que la consigna sea “si no pudiste hasta ahora, te bajamos la exigencia para que puedas mañana”. Al fin y al cabo, educación ha de suponer crecimiento, tolerancia a la frustración y dicha por los obstáculos superados.
En 1988, en primer año del colegio Industrial, aprobar Educación Física en primer año a las órdenes del profesor Gonella requería hacer cinco extensiones de brazos en la barra.
Hubo quienes no hicieron siquiera una en marzo, tampoco en agosto. La idea de llevarse la materia a diciembre no los entusiasmaba. Empezaron a ir al Centro 11. Intentaron. Les costó despegar. Aumentaron la frecuencia. La mano siguió complicada. Aprobaron con seis barras. En el mismo curso hubo adolescentes que lograron doce y razonablemente consiguieron la máxima calificación.
Tal vez se trate de asumir que el piso del conocimiento no es un bien negociable.
“El pesimismo es una linda forma de hacerse el zonzo”, planteaba con otros términos el catedrático Miguel Boitier. Imaginar que el alumno que hoy rinde escasos frutos también será de pobre cosecha mañana es un guiño a la fiaca, tanto suya cuanto del docente.
Hubo una vez un muchacho llamado Bertie, hijo del monarca George V, al que le resultaba imposible hablar sin tartamudear. La película “El discurso del rey” expuso el modo en que por lo general se dividen las aguas frente a las dificultades: los cortesanos obsecuentes le decían que la receta para aprender era llenarse la boca de bolitas. Ninguno lo trataba de inútil. Ni falta que hacía; como no lo auxiliaban para progresar, él solito se daba cuenta de su condición.
Lionel Logue, el hombre que osó llamar por su nombre de pila al príncipe que devino rey, lo ayudó en serio. George VI no se transformó en el paradigma de los locutores, sin embargo le alcanzó para demostrarse que podía, categórico espaldarazo a su autoestima. La misma autoestima que aseguran cuidar los que en un mismo curso proponen la tabla del 9 a unos y la del 2 a otros.