7/2/12

Admitirlo aunque duela

Reconocer errores es desagradable, principalmente cuando se sospecha que se había actuado bien. Un episodio de la comedia Seinfeld expone con gracia esta agria zona de la vida.
George Costanza va con Jerry a Los Angeles. Mientras espera que el amigo termine su participación en un espectáculo, se pone a charlar con dos estrellas y les dice cómo mejorar sus programas. Para qué… Cuando estas personas son entrevistadas, ridiculizan las sugerencias de George, quien mira serio cuán lejos estaban sus expectativas de la realidad al tiempo en que los demás espectadores ríen a carcajadas.
La mala noticia es que George la sacó barata; ninguno de sus compañeros de tribuna sabían que era él quien había originado la burla de las figuras. Un trago amargo, aunque con el beneficio del anonimato. Peor es cuando los otros están al tanto de que es uno le erró feo. Ejemplo: uno le asegura a su amigo invitado a cenar que puede dejar el auto en la calle, total es rarísimo el granizo nocturno. Al rato, la piedra estraga el coche y el amigo tiene todas las ganas de dejar de serlo. Sostenerle la mirada es más difícil que comer sin abrir la boca.
Pedir disculpas es un deber. Ofrecer el pago del arreglo también.
Algunos se exceden y dejan de hablar para esquivar dolores de cabeza. Otros le echan la culpa al pronóstico meteorológico.
Las conclusiones son obvias: los primeros confunden revisión de conductas con castigos abusivos sobre otros –quien no habla retacea información- y sobre sí mismos –quien no se expresa, sufre-. Los que eligen escudarse en terceros seguirán cometiendo faltas, entre otras la de la cobardía y la soberbia.