Al ir de la ferretería al correo, tomo algún colectivo que me deje en la estación y bajo al subte, que me deja a tres cuadras.
Los miércoles, con mucha suerte, coincido en un vagón con la secretaria de un jefe de otra sección. Casi nunca podemos siquiera estar cerca ya que ella lo toma antes. Cuando la veo -y no te imaginás cómo miro- sí caminamos juntos hasta el correo.
Las charlas en esos tres minutos y en los siete que toma el regreso no van más allá de avatares del día. Cómo te fue, qué tal los pedidos, cuántas canas te salieron hoy, cuántos sapos te comerás mañana, etcétera.
La chica es linda, su nombre es Patricia. Decir que es flaca es poco ilustrativo; afirmar que su estatura es cercana a 1.72 y su peso no ha de superar los 52 kilos es más preciso. Su pelo es lacio, castaño oscuro.
Como yo soy de callar y ella es de hablar, me considera un interlocutor agradable. Un día, al bajar del tren, Patricia explicitó que era un gusto charlar conmigo. Nada nuevo hasta acá. Ya la pobre Ana -pobre ya que mi terquedad me hizo tirar tres lances, todos respondidos negativamente- sostenía que yo tenía capacidad de escuchar.
Días después, aceptó mi solicitud de amistad en Facebook. Alguna que otra vez le pregunté qué tal le había ido y le sugerí tomarse con calma reuniones de secretarios, basado en mis horas de malasangre por no hacerlo cuando nos reuníamos en mi sección.
Seguimos viéndonos ratitos rumbo al correo y a la estación.
El miércoles, se ve que el diálogo en el subte estuvo interesante pues, al bajar, nos quedamos un ratito más, como si ninguno estuviera apurado.
No me costó prestar atención a su discurso al tiempo que admiraba sus bellos labios, minutos después de enterarme que, contrario a mi estimación de 26 años, me dijo que tiene 32.
El jueves, le escribí que sería lindo charlar algo más que diez minutos. Respuesta: palabras, más palabras y "algún día podemos hablar".
El viernes, la invité a que algún día fuera uno de los tres del fin de semana largo.
La rápida contestación de Patricia fue que, en este momento, charlar conmigo podría comprometerla.
Acto seguido, mis disculpas, aceptadas. Es que yo no tenía idea de que ella estaba saliendo con alguien; su muro de Face no lo informa y en sus fotos el único hombre que aparece es el cuñado.
Como obsesivo que soy, el viernes durante el almuerzo releí el diálogo mantenido en el messenger y, sin darme cuenta, le di un pulgar hacia abajo a mis disculpas. La huella de mi lucha perdida con el teclado del celular tuvo una segunda parte a la noche. Otra vez leía las idas y vueltas de la invitación al café cuando, de pronto, saco el celular y veo en la pantalla que la estaba llamando.
Nuevas disculpas, ahora por este llamado que, le aseguré con sinceridad, se debía a un toque involuntario en el celular.
Desde ya, el resultado no me gustó, sí me dejó tranquilo haber enfrentado mi timidez y haberle puesto fecha al intento, tras mujeres y años perdidos en mis propias dilaciones sintetizadas por la expresión "algún día".
Desde ya, el resultado no me gustó, sí me dejó tranquilo haber enfrentado mi timidez y haberle puesto fecha al intento, tras mujeres y años perdidos en mis propias dilaciones sintetizadas por la expresión "algún día".