Textos que suenan familiares
Por Sabina López, a partir de frases clásicas del cancionero argentino
Por Sabina López, a partir de frases clásicas del cancionero argentino
Conciencia
“Esas motos que van a mil solo el viento te
harán sentir”, leí en un paredón hace un tiempo y entendí cuántas cosas hicimos
mal. Desintegremos la metáfora, el sentido figurado, representando la frase lo
más real y cotidiano posible. Como en matemáticas busquemos equivalentes motos
con acciones o pensamientos, viento con el hecho o transición de esas acciones
a realizadas, y por último sentir con notar o con ser consciente de lo que
hacemos. Ahora y con eso podemos decir que la metáfora quedó en el pasado
dejando ver lo costumbrista, rutinaria y automática que suele ser la vida.
Somos animales racionales, pero dejamos toda esa racionalidad en los hábitos
sistemáticos como caminar, bañarse, comer, ya no son cosas que se disfrutan
segundo a segundo, solo se hacen por la necesidad y entre el apuro del día a
día algunos ni nos acordamos si lo hicimos o no. Alguien hace un tiempo me
enseñó a respirar consciente, a sentir cómo ingresa el aire a mi cuerpo y a
eliminarlo con la misma atención, poder notar lo tranquilizante que es parar 5
minutos aunque sea a respirar, sí, respirar voluntariamente y viendo como
nuestro abdomen se hincha de tranquilidad y exhalamos todo el apuro del día.
Por esto y por todo lo que dejamos en la cotidianeidad creo que todo animal racional
debería ser un poco más calmo a veces, siendo consciente del aquí y el ahora,
que al fin y al cabo es lo único que tenemos.
Sensación
“Esas motos que van a mil solo el viento te harán sentir”, pensaba mientras veía cómo mi hijo Juan Pablo observaba maravillado un tropel de ellas pasar bordeando el tren. La ilusión de poder subirse a una moto y acelerar por las calles, de sentir más de lo que se puede desde el asiento de un tren. La admiración sobre los conductores y el deseo de ser uno de ellos me daba esperanzas. Creo que no los veía por la velocidad o por la adrenalina, atesoraba la posibilidad de ver todo desde otro punto. En algún punto lo entendía, hace seis años que viaja del colegio a casa en el mismo lugar. Seis años de mirar por la misma ventanilla, las mismas hojas de los mismos árboles que ya pasaron por todas las estaciones en un mismo lugar, lugar que se volvió figurita repetida y cansó a mi hijo. Hasta que un día lo hice, compré una moto, yo al trabajo y él al colegio todos los días. Íbamos demasiado bien como para no asombrarnos de la falta de caprichos de Juan. Sabía que le tenía que enseñar a manejar, con casi 16 años estaba rozando la independencia. Le enseñé, costó, tomó la responsabilidad. Pero una mañana camino al colegio por el bordecito de las vías algo cambió. En su camino apareció un nuevo árbol, claro hace 4 o 5 años que no costeábamos las vías. Primera ausencia en todo este tiempo, primer viaje solo y juro que todo comenzó igual. Esas motos que van a mil solo el viento te harán sentir, nada más.
Junio
“Chau Cachito, chau, vas a ser el campeón”
esa frase, ese comentario retumba en mi mente como los redoblantes argentinos
en el 86, desde aquel día. Hace unos meses vagaba por las calles de Reducción
buscando un lugar donde parar, una situación que le de sentido a mi vida, pero
en cambio encontré una foto enmarcada. Nada cautivador, podrán decir. Se me
hacía tan particular cada centímetro de este hallazgo. Tres hombres, dos
mujeres y un bebé parados en el medio de la calle, vestidos muy elegantes y
elevando sus manos tan alto como podían. En frente de ellos un hombre que
caminaba firme dándole la espalda a ese público tan conmovido. Barrio humilde,
casas un poco deterioradas, gente por las ventanas, sol naciente y árboles. Qué
bello retrato, qué hermoso se sentía ese momento a pesar de no haber estado
ahí. Sabía que estaba formado de sentimiento puro, se podía notar en los gestos
inertes de hace ya un tiempo. Luego de un rato de admirar incesantemente la
escena encontré una fecha 28 de junio, casi al final de la hoja como si
estuviera pintada con esos delicados trazos que solían acompañar las
invitaciones más formales. Detrás, a contraluz, un escrito que entre gotas y
tachones decía: “Cachito, Argentina ganó, somos campeones del mundo, seguro
sonreís tanto como ayer, me dijiste que íbamos a festejar como nunca, contaste
las anécdotas de siempre, tomaste tu vino y comiste como si no hubiera mañana.
Gracias por enseñarme tanto y por transmitirme esa pasión por la redonda. Sos mi
campeón”, firma tu hijo 29 de junio. Tan dulces como rebuscadas las frases de
alguien muy conmovido, que dejaba inmortalizada cada palabra junto a una
lágrima. Pero había algo raro acá, todo terminaba sonándome muy familiar. Casi
igual al 29 de junio pasado. Tanto que estaba a punto de escuchar a mi padre
gritando en medio de la calle “chau Cachito, chau, vas a ser el campeón”.