Variables
“¡Maldita vieja!”, masculló Julieta antes de resignarse a hacer el trabajo relativo a felicidad y aspectos culturales.
Pasó el fin de semana odiando a la profesora y siguió haciéndolo hasta el lunes a la noche, cuando al odio le tuvo que agregar pensamientos para entregar el práctico al día siguiente.
Tenía que aplicar lo que a su juicio eran derivaciones del etnocentrismo y el relativismo ligadas a la felicidad. Debía considerar situaciones en el plano político y en el familiar. Otro concepto a incluir en el texto era conocimiento.
Arañó un 7 después de que la profesora leyera esto:
Supongamos que nunca me entero de que existe la película “Los Fabulosos Baker Boys”. Si desconozco lo que me pierdo, jamás lamentaré no verla. En este caso, podría decir que la ignorancia ayuda a mi felicidad. La misma idea cabe para la mayor parte de especímenes que aparecen en los programas de televisión. Si tengo dos dedos de frente, los veo y me dan alergia; si vivo como si la reflexión fuera pecado mortal, capaz que me gusten y entonces me ahorre mala sangre.
Los ejemplos se me caen cuando me acuerdo de “La casa de Asterión”, cuento de Borges cuyo protagonista admite que no aprendió a leer y que entonces a menudo siente que “las noches y los días son largos”. Sus distracciones están a tono: “Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado”.
Un poco se me ata la rama con la hipótesis de la feliz ignorancia cuando pienso en esto:
Un hijo vive contento junto a su padre, que apenas lo atiende. Ni calzado le da. Tampoco lo manda al colegio. Todos en el vecindario proceden así. El muchacho, sin chance de comparar, cree que el suyo y los demás son buenos padres. Maldice el día en que un pibe de otro barrio llega con zapatos, carpeta y guardapolvo. Se entera de que existen modos de proteger los pies y de alimentar la vista y la cabeza. Se entristece mucho porque siente que su padre no cambiará.
Es cierto que el chico sufre un bajón anímico provocado por el conocimiento. Tan cierto como que gracias al conocimiento tiene la posibilidad de cambiar y cortar la cadena de paternidades desacertadas. Podríamos resumir el panorama de este modo: “Sufrí hoy vos para que otros no sufran por tus tonterías mañana”. La conclusión no lo convence al chico de la historia. Al fin y al cabo, su padre no era un modelo de generosidad. Decide entonces que el día de mañana será igual a su padre. Una pena doble: para la sociedad, por las consecuencias; para él, porque tuvo en sus manos el conocimiento, es decir, la alternativa de tomar una buena decisión, pese a lo cual eligió mal.
Listo: Ya desaté la rama. Desde el momento en que uno sabe, es responsable de sus actos. Tenía razón el libro de Etica de Cristina Suárez y Carlos Bría.
¡Será posible! Se me ató de nuevo la rama. ¿Tiene sentido darle conocimiento a un chico que está mal rodeado? ¿Tiene sentido hablarle de los deberes de los padres a un chico cuyos padres son desastrosos? ¿No es esto poner el dedo en la llaga? Se me ocurre que sí. Pero también se me ocurre que si el chico nunca se entera de que lo que le hacen está mal, lo más probable es que lo repita. Será cuestión, entonces, de darle no sólo conocimiento sino apoyo anímico para que no se caiga en el camino hacia el cambio. Obvio que no es fácil. Bien sé lo que cuesta cambiar inercias. Pero vale la pena.
Después de todo, es como decirle que puede matar a alguien al tipo que festeja año nuevo metiendo tiros al aire. Por un lado, le estamos sacando una forma de diversión. Por otro lado, y esto es muchísimo más importante, lo estamos ayudando a vivir sin causar muertes.
Gobiernos
Ya que el práctico lo pide, pasemos a los gobiernos. Resulta mucho más cómodo ejercer el poder partiendo de la base de que la ignorancia es afín a la felicidad. “Hagamos que la gente sepa poco, de modo que no advierta aquello de lo que la privamos; si la gente es feliz con nada o casi nada, con que hagamos nada o casi nada ya seremos un buen gobierno”. Comprendo esta lógica, claro que no me resulta respetable.
Sí me merecen respeto los gobiernos que siembran saber porque al hacerlo construyen una ciudadanía conciente y eso, en definitiva, es formar un pueblo exigente que ayuda a trazar un círculo virtuoso.
Respecto del etnocentrismo y el relativismo es mucho lo que se puede decir -de este modo empezaba Julieta los párrafos en los que estaba insegura-. A grandes rasgos, un etnocéntrico es cualquiera que toma su posición como punto de vista universal. Ejemplo: si veo un programa humorístico de Estados Unidos y porque no me gusta digo que es pura basura, soy una etnocéntrica de aquéllas. Si escucho maullar a quien se dice cantante y lo califico como “un artista que tiene una forma de cantar distinta”, soy una maldita relativista y cobarde porque me refugio en que lo otro es diferente en vez de decir que es una porquería.
Si tuviera que pensar en gobiernos etnocéntricos, tomaría como ejemplos algunos que le eligen la calidad de vida a la gente como si ellos fueran los dueños de la verdad. “Como ustedes son incapaces de quitarse de encima a este tirano, vamos a intervenir nosotros. Si el costo es dejarles el país destruido por décadas, no importa. Si el costo es que les matemos guerrilleros, civiles y todo lo que tenga un aspecto que a nosotros no nos guste, tampoco importa”.
Esto me causa desagrado. Y el relativismo también. Me imagino que el relativismo haría a un gobierno decir “Mirá a ese padre que le patea la cabeza al hijo, qué forma diferente a la mía tiene de educarlo” en vez de tomar las medidas legales correspondientes con ese hombre.
Familia
Acá, si no entiendo mal, la cosa es más llana. Cuando somos chicos, nuestros padres ejercen el etnocentrismo y nosotros lo aceptamos: nos dicen qué es lo mejor para nosotros y nos toman las decisiones. Cuando somos adolescentes, nos gusta menos esta modalidad de gobierno sobre nosotros.
Ni hablar cuando nos enamoramos. Cuando esto pasa, una madre etnocéntrica a la que no le gusta nuestro novio es una madre odiable. En ese momento daríamos nuestro reino por una madre relativista, tipo “Y bueno, si a la nena le gusta...”.
Por supuesto que, en lo inmediato, a un padre o madre de adolescentes o jóvenes les conviene jugar el rol de relativistas, ese que no generará rechazo entre sus hijos. El tema pasa por determinar qué implica ser padre: ¿se es padre para que el hijo sonría o se es padre para darle lo mejor aun a riesgo de malos ratos? Me acuerdo de la Madre Teresa de Calculta, quien decía algo así como “hay que amar hasta que duela”. Y creo que un padre con el sí fácil no siente dolor por amar; en todo caso algún día sentirá el dolor que deriva de la culpa por haber obrado desde lo más cómodo, que no siempre es lo mejor.
Culturas
¿Está bien respetar las autonomías si en su nombre se violan derechos humanos? Desde ya que es una pregunta que se han hecho unos cuantos. Y la respuesta es que existen derechos a respetar aquí, en Indonesia y en la Antártida.
O sea: un país que decide matar a piedrazos a una mujer que comete adulterio no merece que se le dé vía libre en nombre del respeto a la diferencia pues hacerlo es lisa y llanamente cruzarse de brazos ante una violación de derechos humanos. Claro que tampoco es cuestión de llegar con la defensa de los derechos en una mano y la botella de gaseosa y hamburguesas en la otra, como cobro cultural por los servicios prestados.
Alguien puede decirme que la mujer que camina detrás del hombre en algunos países o la que no tiene acceso a la educación es feliz. La respuesta: su felicidad es la misma que la felicidad del chico cuyo padre no lo mandaba a la escuela ni le daba zapatos o zapatillas. Dicho de otro modo, no creo en la felicidad resultante de la ignorancia de los derechos. Más que de la felicidad, eso está cerca de la explotación.