Envenenado con el ajenjo de la ilusión y el engaño, fui cayendo en la telaraña de mi propia trampa. Caí profundamente dormido en el lecho de la esperanza que, como es lo único que siempre queda, supo acogerme maternalmente en sus brazos. ¿Pero qué ocurre cuando la esperanza se transforma de a poco en ciega obstinación? Ocurre lo peor: La primavera del encanto cedió de a poco su lugar al sueño de verano, pero para ese entonces el otoño de la espera se estaba colando secretamente por las grietas de mi ajado corazón. El frio glacial del rechazo llegó en invierno. Los cristales rotos quedaron en el piso, y se hicieron escarcha tan pronto mis pies caminaron sobre ellos. La ventana del mundo se cerró para mí con la primera sílaba, con los primeros sonidos de tu boca. En ese momento, supe que el capullo de inconsciencia se había abierto en el jardín de la verdad. No hubo recapitulación, no hubo tregua ni hubo miedo. Avanzamos a paso firme y apretado los dos, al indeclinable final de esta historia. Descubrí que no duelen los dardos de la verdad hasta que el tiempo decide abrirnos los ojos y mostrarnos lo que hemos perdido. Conocí el dolor de sentirme aliviado después de tanta espera. Odié no ser odiado y ser nada más que un papel arrugado en la palma de la mano, una declaración inconclusa de los deseos del corazón.
Olvidé de nuevo, o mejor entonces, me acordé de olvidarme otra vez, que un jardinero fiel a su oficio debe estar acostumbrado a las espinas. Pero aprendí la lección, y el jardín de la ilusión, ahora, se llenó de cardos y lo he abandonado.
El capullo de inconsciencia, sin embargo, sigue allí. Marchito esperando otra primavera. Trémulo bajo la luna de invierno. Esperando que el tiempo renueve su ciclo con otro ensueño.