Si una ley tuviera que promulgarse en función de costumbres habría que cambiar el código penal. El pago de impuestos según venga en gana tendría que dejar de estar penado (?) con moratorias y debería pasar a ser la norma.
En la educación formal, por ejemplo, tendría que legalizarse la aprobación por acto de presencia. Y el respeto a la diversidad finalmente podría ser definido en función de su práctica: dícese de la promoción para todos, del burro al gran profesor, no sea cosa de que alguien se lastime en la búsqueda del conocimiento; la ignorancia es más mullida.
La diversidad es uno de los argumentos de quienes celebran que la unión de dos homosexuales sea legalmente considerada matrimonio. Según este criterio, el concepto de un hombre y una mujer que se comprometen ante la sociedad a vivir juntos es poco abarcativo, por lo cual cabe hacerlo extensivo a hombre y hombre como también a mujer y mujer.
Si lo mismo da un hombre que una mujer, un docente tendría el derecho de llamar Julio a Julieta, Ernestina a Ernesto, Loinaz a Lorenzo y Rafael a Rina.
En caso de que se convierta en ley todo lo que es deseable, habría que declarar legal las ganas de insultar a unos cuantos personajes mediáticos. Al fin y al cabo, es legítimo el deseo de cantarles cuatro frescas a personas como Ricardo Fort y Graciela Alfano, que hacen todo lo posible para disimular que les ha sido dado el don de la razón. Ahora bien, ¿todo lo legítimo ha de gozar de reconocimiento legal?
La trampa del argumento es clara: una cosa es pedir legalidad para el amor y otra, para insultar.
De acuerdo, tal vez sea momento de presentar otra razón para la negativa al matrimonio homosexual: quien reclama el derecho a la diferencia tiene que hacerse cargo de ella. Ser hincha de un equipo chico con pretensión de alegría de equipo grande es una avivada. Nadie impide cantar "A mi manera", claro que no por eso cabe reclamar los mismos derechos que Frank Sinatra. Ser un formidable docente es lindo, pero más de uno que lo es admite que lleva tiempo.