La mejor de las fiestas
Por Angélica Rovira
Entre la maleza, como si fuera un castillo encantado, se encontraba escondido el pequeño templo que otrora fuera lugar que convocaba multitudes con sus peregrinaciones. Allí se celebraría la misa que acabaría con la miseria de los Blake, que recibirían fortunas por casar a su joven hija con un millonario anciano.
Con tanta medicina encima el pobre viejo apenas se mantenía en pie, pero para él era imprescindible llegar jovial al matrimonio, estaba enamorado.
Ella aparentaba ser una muchacha dulce y desinteresada, pero algunas de sus actitudes lo llevaban a él a sospechar que debajo de todo eso la medianía se ocultaba. Los primeros pasos fueron con moderación, la vida juntos era la esperada. Pasaron unos meses y se mostraban felices, eran felices, a pesar de la molicie con la que vivían.
Al cumplir su primer aniversario organizaron la mejor de las fiestas para demostrar a los incrédulos que cuando el amor existe la edad no es obstáculo alguno. Y fue allí, entre la música, las risas, las miradas y la multitud cuando ella sufrió la mutación de su bella personalidad, sacó un arma y acabó con la farsa que habían armado sus padres y ese pobre viejo.
Un blog variopinto, con textos ligados a pensamientos, sensaciones, descripciones, narraciones, sentimientos, ocurrencias y reflexiones sobre temas periodísticos sin correr tras primicias. Miradas acerca de lo que nos pasa, lo que nos gustaría, lo que perdimos y lo que soñamos.
30/5/11
27/5/11
Puñado de elecciones
"La gente no cambia". "Después de los cinco años, olvidate". Esteban y Luis lo decían. El también lo creía y por eso se privaba de invitar a la mujer con quien había sido grandiosamente dichoso.
Un martes, casi a la misma altura del año pasado, entró resoplando alivio. Lo habían perdonado mucho más fácil de lo que imaginaba. Volvía a la llanura en la que cada tanto se aburría, en la que todo estaba bajo control.
"La gente no cambia". "Después de los cinco años, olvidate". Esteban y Luis lo decían. El también lo creía y por eso se privaba de invitar a la mujer con quien había sido grandiosamente dichoso.
Un martes, casi a la misma altura del año pasado, entró resoplando alivio. Lo habían perdonado mucho más fácil de lo que imaginaba. Volvía a la llanura en la que cada tanto se aburría, en la que todo estaba bajo control.
Sucesivos sacudones
En ocho días volvió a ver a tres mujeres que lo habían marcado. Frente a la primera exclamó algo y saludó. Se quedó esperando un diálogo cada uno de los siguientes días que la vio en el colectivo. El martes, en el pasillo, el audífono en su oreja derecha lo inhibió aunque no escuchara música ni locución algunas. El jueves intuyó que por algo habría elegido ir en la fila de asientos individuales. El 28 de abril le tocó encontrarla en la de dos butacas. Un saludo que intuyó frío precedió sus pasos hacia el fondo y a la decisión de empezar a olvidarla.
La segunda le dio un abrazo y lo escuchó en los únicos cinco minutos que tenía disponibles hasta el almuerzo. Coincidieron, como casi siempre. Pero Adrián Ramírez le prestaba inmensa atención a las excepciones.
Siete años y algo después del café en un bar que ya no existía, durante una degustación a la que fue con tarjeta regalada reconoció en la mirada, los labios y el peinado a quien tanto le había interesado. Se saludaron sonrientes en la entrada y a la salida mientras ella hablaba por celular.
En ocho días volvió a ver a tres mujeres que lo habían marcado. Frente a la primera exclamó algo y saludó. Se quedó esperando un diálogo cada uno de los siguientes días que la vio en el colectivo. El martes, en el pasillo, el audífono en su oreja derecha lo inhibió aunque no escuchara música ni locución algunas. El jueves intuyó que por algo habría elegido ir en la fila de asientos individuales. El 28 de abril le tocó encontrarla en la de dos butacas. Un saludo que intuyó frío precedió sus pasos hacia el fondo y a la decisión de empezar a olvidarla.
La segunda le dio un abrazo y lo escuchó en los únicos cinco minutos que tenía disponibles hasta el almuerzo. Coincidieron, como casi siempre. Pero Adrián Ramírez le prestaba inmensa atención a las excepciones.
Siete años y algo después del café en un bar que ya no existía, durante una degustación a la que fue con tarjeta regalada reconoció en la mirada, los labios y el peinado a quien tanto le había interesado. Se saludaron sonrientes en la entrada y a la salida mientras ella hablaba por celular.
Mediciones sensibles
"El arte de la impostura" es un pasaje que Alejandro Dolina ofrece al lector para una excursión a la hipocresía.
"Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es", afirma. El recurso ha sido vastamente aplicado para obtener subsidios, tanto como la contracara ascendente en las primeras salidas con alguien para conseguir que no sea las últimas. En ambos casos, se trata de hacer un bollo la identidad en pos de un fin deseado.
Educación
El postulante a un cargo docente suele preparar ante el tribunal una clase que acaso jamás repetirá. Como se trata de impostura, no dirá ni mu al respecto. La entrevista es el método a través del cual, se supone, los examinadores descubrirán si el aspirante planea emplear a menudo la clase que desplegó o si hará con ella lo mismo que con los tickets de la fiambrería.
"Si la clase es un recorte, no una muestra, ¿para qué se la sigue usando como estrategia para calificar a los que buscan una plaza docente?".
La profesora de Semiótica le respondió a Adrián Ramírez:
-Porque sirve para saber cuán alto puede llegar alguien. Todos en el sistema estamos al tanto de que la clase del día del concurso es como el vestido de novia, pero en la elección del vestido se ve la capacidad de análisis y el buen gusto, que duran más allá de la fiesta.
Al salir de la clase de consulta, a Ramírez le quedó la sensación de que, en manos de gente astuta, los métodos sirven aunque la perfección les quede lejos.
"El arte de la impostura" es un pasaje que Alejandro Dolina ofrece al lector para una excursión a la hipocresía.
"Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es", afirma. El recurso ha sido vastamente aplicado para obtener subsidios, tanto como la contracara ascendente en las primeras salidas con alguien para conseguir que no sea las últimas. En ambos casos, se trata de hacer un bollo la identidad en pos de un fin deseado.
Educación
El postulante a un cargo docente suele preparar ante el tribunal una clase que acaso jamás repetirá. Como se trata de impostura, no dirá ni mu al respecto. La entrevista es el método a través del cual, se supone, los examinadores descubrirán si el aspirante planea emplear a menudo la clase que desplegó o si hará con ella lo mismo que con los tickets de la fiambrería.
"Si la clase es un recorte, no una muestra, ¿para qué se la sigue usando como estrategia para calificar a los que buscan una plaza docente?".
La profesora de Semiótica le respondió a Adrián Ramírez:
-Porque sirve para saber cuán alto puede llegar alguien. Todos en el sistema estamos al tanto de que la clase del día del concurso es como el vestido de novia, pero en la elección del vestido se ve la capacidad de análisis y el buen gusto, que duran más allá de la fiesta.
Al salir de la clase de consulta, a Ramírez le quedó la sensación de que, en manos de gente astuta, los métodos sirven aunque la perfección les quede lejos.
20/5/11
Los hipócritas
Por Fabián González
Cuando los escucho hablar o quejarse, un ruido de duros y oxidados engranajes comienza a maquinarse en mi cabeza. Los dientes me rechinan y mis manos tiemblan, agitadas por la inquietud que me transmite su rictus nervioso y recalcitrante deseoso de tener siempre la ultima palabra. Siento ganas de gritar, de socavar la quietud de las acalladas aguas en las que reposa mi a veces molesta mansedumbre y liberar los demonios despóticos y crueles de la palabra, del oprobio y el insulto.
Pero sé que de nada sirve. Siempre tienen preparada- y esto es casi una innata capacidad de los milenarios practicantes de la hipocresía- una frase paciente bajo el as de la manga, esa superadora prueba de elegante verborragia celosamente cultivada, cuidadosamente elaborada, sutil pero eficaz, dañina y falaz.
Entonces, consciente de su potencialidad expresiva de último momento, entiendo que para ganar es necesario hacerlo pero sobre la base de sus ignominiosas reglas, moverme en su territorio, convertirme en el reflejo casi perfecto de su propia banalidad. El histrionismo del juego, de esa compleja superficialidad, esa red de máscaras e inquisiciones falaces, lo admito, parece muchas veces fascinante, pero no se dejen engañar: esas imágenes y el color que de ellos llegan al que los ve, solo son las formas transmutadas de una luz entre pura y perversa (el tan vasto conocimiento) que trasvasa cíclicamente a la humanidad, y que el prisma ora tendencioso del poder y la ambición dañinamente refractan.
Les llaman los hipócritas. Son abogados, periodistas, políticos, empresarios. Son poderosos y están armados, concebidos en el arte del sutil engaño. Están en todas partes, absorbiendo la luz ajena, opacando y refractando el crisol de informaciones que de continuo circulan, refugiados en la transparencia de un monitor, la gravedad de una voz que sale de un parlante, o la fresca tinta de los diarios matutinos. A tener cuidado y formar la conciencia, para este mundo que ya lo tenemos encima y amenaza con fagocitar nuestras mentes, alienarlas y atrofiarlas. A cosechar el fruto ideológico de la palabra, como germen de liberación y eterna semblanza de la utopía de los hombres, como respuesta a esas otras palabras, que no nos quieren dejar pensar, en la inmediatez del consumo y la "común" frugalidad de este mundo posmoderno y pueril que aún no se rebela -definitivamente- contra la fría tersura de la ambición humana.
Antiguos sueños
Del mismo autor
"El pensamiento es mi principio, mi paréntesis y mi punto final. Es extensión de mis manos y del deseo que acongoja (cuando no se completa), a los torturados duendes del corazón. Por eso escribo, para que alguien me recuerde (cuando yo me olvide) que mis pensamientos están vivos y que yo no pereceré, aunque de mí no queden obras hechas por mi mano, ni placeres para el mundo nuevo (maquinaria insaciable devoradora de deseos). Sólo pensamientos, alimentando retoños/niños que retomen mi palabra con el saber de antiguos sueños..."
Por Fabián González
Cuando los escucho hablar o quejarse, un ruido de duros y oxidados engranajes comienza a maquinarse en mi cabeza. Los dientes me rechinan y mis manos tiemblan, agitadas por la inquietud que me transmite su rictus nervioso y recalcitrante deseoso de tener siempre la ultima palabra. Siento ganas de gritar, de socavar la quietud de las acalladas aguas en las que reposa mi a veces molesta mansedumbre y liberar los demonios despóticos y crueles de la palabra, del oprobio y el insulto.
Pero sé que de nada sirve. Siempre tienen preparada- y esto es casi una innata capacidad de los milenarios practicantes de la hipocresía- una frase paciente bajo el as de la manga, esa superadora prueba de elegante verborragia celosamente cultivada, cuidadosamente elaborada, sutil pero eficaz, dañina y falaz.
Entonces, consciente de su potencialidad expresiva de último momento, entiendo que para ganar es necesario hacerlo pero sobre la base de sus ignominiosas reglas, moverme en su territorio, convertirme en el reflejo casi perfecto de su propia banalidad. El histrionismo del juego, de esa compleja superficialidad, esa red de máscaras e inquisiciones falaces, lo admito, parece muchas veces fascinante, pero no se dejen engañar: esas imágenes y el color que de ellos llegan al que los ve, solo son las formas transmutadas de una luz entre pura y perversa (el tan vasto conocimiento) que trasvasa cíclicamente a la humanidad, y que el prisma ora tendencioso del poder y la ambición dañinamente refractan.
Les llaman los hipócritas. Son abogados, periodistas, políticos, empresarios. Son poderosos y están armados, concebidos en el arte del sutil engaño. Están en todas partes, absorbiendo la luz ajena, opacando y refractando el crisol de informaciones que de continuo circulan, refugiados en la transparencia de un monitor, la gravedad de una voz que sale de un parlante, o la fresca tinta de los diarios matutinos. A tener cuidado y formar la conciencia, para este mundo que ya lo tenemos encima y amenaza con fagocitar nuestras mentes, alienarlas y atrofiarlas. A cosechar el fruto ideológico de la palabra, como germen de liberación y eterna semblanza de la utopía de los hombres, como respuesta a esas otras palabras, que no nos quieren dejar pensar, en la inmediatez del consumo y la "común" frugalidad de este mundo posmoderno y pueril que aún no se rebela -definitivamente- contra la fría tersura de la ambición humana.
Antiguos sueños
Del mismo autor
"El pensamiento es mi principio, mi paréntesis y mi punto final. Es extensión de mis manos y del deseo que acongoja (cuando no se completa), a los torturados duendes del corazón. Por eso escribo, para que alguien me recuerde (cuando yo me olvide) que mis pensamientos están vivos y que yo no pereceré, aunque de mí no queden obras hechas por mi mano, ni placeres para el mundo nuevo (maquinaria insaciable devoradora de deseos). Sólo pensamientos, alimentando retoños/niños que retomen mi palabra con el saber de antiguos sueños..."
Rejuvenezca sin cirugías
Fabián González estudia Literatura y, sin cirugías, consigue que sus docentes se vean más jóvenes: reniegan menos gracias al entusiasmo que pone en la lectura y la redacción.
Espejos
"Y entre tantos espejos,suele perderse el alma. La vanidad pantagruélica devora hasta su propia ansia de ser, por una vez, algo vivo. Y el ser humano camina entonces sin ojos en su corazón..."
Mi ojo y tu boca
“La burbuja del sueño eclosiona,
un ojo se abre,
y de su pupila escapa
el beso de una mujer…”
“Un párpado gime,
una boca se contrae,
vuelvo a cerrar mi ojo,
y de vuelta a soñarte a tí…”
“Y afuera, lejos del sueño,
el mar arrulla a una caracola
y las gaviotas pasan,
como una pestaña húmeda
sobre la lágrima perfecta del océano…”
Mieles de amanecer
Camino sobre unos labios
rojos como el horizonte
que se abren y me engullen,
como delicadas notas
de un pentagrama de negros uniformes,
que el fuego consume…
Y me derrito como miel
con los suspiros del alba,
y con los rayos de fuego
cuando el sol me abraza…
Saborea a los hombres la lengua
Ávida de mortales placeres, y
El purpúreo manto
Alimenta y hace correr
Los segundos/corceles…
Un ojo como agua
(Oh míticas intenciones)
Me mira desde su resplandor,
Y el tiempo acompasado
Hace bailar los trigales…
Fabián González estudia Literatura y, sin cirugías, consigue que sus docentes se vean más jóvenes: reniegan menos gracias al entusiasmo que pone en la lectura y la redacción.
Espejos
"Y entre tantos espejos,suele perderse el alma. La vanidad pantagruélica devora hasta su propia ansia de ser, por una vez, algo vivo. Y el ser humano camina entonces sin ojos en su corazón..."
Mi ojo y tu boca
“La burbuja del sueño eclosiona,
un ojo se abre,
y de su pupila escapa
el beso de una mujer…”
“Un párpado gime,
una boca se contrae,
vuelvo a cerrar mi ojo,
y de vuelta a soñarte a tí…”
“Y afuera, lejos del sueño,
el mar arrulla a una caracola
y las gaviotas pasan,
como una pestaña húmeda
sobre la lágrima perfecta del océano…”
Mieles de amanecer
Camino sobre unos labios
rojos como el horizonte
que se abren y me engullen,
como delicadas notas
de un pentagrama de negros uniformes,
que el fuego consume…
Y me derrito como miel
con los suspiros del alba,
y con los rayos de fuego
cuando el sol me abraza…
Saborea a los hombres la lengua
Ávida de mortales placeres, y
El purpúreo manto
Alimenta y hace correr
Los segundos/corceles…
Un ojo como agua
(Oh míticas intenciones)
Me mira desde su resplandor,
Y el tiempo acompasado
Hace bailar los trigales…
13/5/11
Amigo Funes
Tanto a través de este relato como en "Encuentro fugaz", Rosario del Prado saca los presentimientos al sol.
Era tan espesa la maleza que el trayecto se hacía cada vez más angosto.
Eusebio era un anciano enfermo y testarudo. Aunque por el médico tenía prohibido ir caminando al pueblo, que le quedaba a una hora, lo hizo, no sin rezongar por los abrojos y rosetas que se le adherían en la ropa.
Miró su reloj y exclamó: “¡Porca miseria!”.
No llegaría con la puntualidad que lo caracterizaba a la misa de Pascua.
Cuando lo hizo se sentó en el lugar de toda la vida, desde que sus padres por primera vez lo llevasen.
Hurgó en su bolsillo para cerciorarse de que su medicina estuviera y no la encontró. Se alarmó porque sabía que sin ella, luego del gran esfuerzo por la caminata no podía volver. El médico le había remarcado que siempre debía tomarla en el mismo horario, sobre todo si tenía un día agitado.
La gran distancia entre su casa y el pueblo no era para un anciano con problemas cardíacos.
La medicina conseguida por un sobrino que viajaba siempre a la capital la canjeaba con unas migajas de lo que cosechaba de su huerta.
Eusebio se retiró de la iglesia y fue directo a la casa del medico. Llegó muy agitado aunque sólo eran tres cuadras.
Golpeó con moderación y luego con desesperación.
Nadie atendía a su desesperado llamado.
El pobre viejo entró en pánico y empezó a pedir ayuda a la gente que caminaba allí. En cuestión de segundos una multitud solidaria empezó a buscar al médico por todo el pueblo. Una vecina dijo que había leído en un cartel en el centro de salud que se había ido a un campo para atender un parto.
Todos muy preocupados decidieron que lo trasladarían a Eusebio a otro pueblo cercano para que otro médico lo atendiera. Pero Eusebio se negó. Sólo permitiría que su gran amigo, el doctor Funes, lo atendiera.
La gente no podía convencerlo y comprendían el porqué. El doctor Funes era como de la familia de todos, hacía cuarenta y cinco años que vivía en el pueblo, había logrado una mutación con la gente y el lugar.
Ya el anciano se descompuso, todos se miraban y encogían de hombros por impotencia.
Escucharon un galope, venía un hombre a toda marcha.
Era el doctor Funes, que cuando volvía de atender el parto decidió pasar por la casa de Eusebio que le quedaba en el camino. Al no escuchar respuesta por una de las ventanas de la cocina y ver sobre la mesa la medicina del anciano, supuso que la había olvidado. Sabía que la iba a necesitar y sabía dónde encontrarlo. Salió en su caballo como los mil demonios y llegó justo para darle a Eusebio la pastilla que lo compondría.
Todos estaban esperando que el enfermo reaccionara. Pasaron unos cuantos minutos hasta que por fín el hombre abrió los ojos, apretó fuerte la mano del médico que lo sostenía y mirándolo lo dijo todo. Con una gran sonrisa que soltó, habló: “Sabía que mi dotor no me fallaría!”.
Encuentro Fugaz
Luego del nacimiento de su medio hermano no volvió a ser el mismo.
Esquivaba a su padre y a su nueva integrante de la prole.
Nada lo haría cambiar de opinión.
Antonino se iría a vivir con su madre. El padre del adolescente intentó convencerlo de lo contrario. Una negación fue lo que obtuvo por respuesta. Con un padre y una madrasta viviendo endeudados por el juego y las bebidas, no les quedaba escapatoria, dicho por ellos mismos, que mandar a trabajar a sus seis pequeños hijos. Nunca alcanzaba el dinero; apenas había para comprar una tira de pan, un paquete de fideos y nada más.
La negligencia de los padres era aberrante. El barrio entero lo sabía, pero nadie hacia nada.
La suma de todo fue lo que convenció a Antonino a viajar a Chile para quedarse a vivir con su madre. Ella tampoco era una madre ejemplar, había alejado a Antonino de muy pequeño al cuidado de su padre hasta que ella consiguiera en Chile un buen trabajo y una casa para así llevárselo.
El tiempo pasó y la espera del niño por su madre se desvaneció y con ella, el sueño de tener la familia unida.
Antonino pegó un portazo dejando atrás ese “triste nido”, como él lo llamase.
Llevaba tan solo una mochila con un puñado de ropas y cien pesos que había ganado cortando leña para la vecina. La ropa era una nimiedad, lo que le preocupaba era el poco dinero con el que contaba para viajar a Chile.
Se fue hasta la ruta a hacer dedo. Mientras esperaba que alguien llegase, recordó que no se había despedido de don Quintana, un anciano que se había encariñado con él, siempre le daba trabajo en su bar y lo dejaba con todas las propinas de la mesa.
Don Quintana decía que era en pago por la nobleza que el joven demostraba a diario.
Tardó unos cinco días en llegar a Chile. La comida la iba obteniendo a cambio de trabajo en cada parador o estación de servicio.
Una vez que llegó, empezó a averiguar el domicilio de la última carta junto con una fotografía de la madre. Encontró la dirección de la casa pero no a su madre. El panadero vecino de la casa le dijo que la última noticia que tuvieron de ella era que se había ido a Valparaíso para trabajar en la limpieza de unas cabañas de turismo. Ella había dicho que allí le pagarían un mejor sueldo en La Serena.
Antonino, un poco cansado y desilusionado, se alejó del lugar. Con pasos perdidos decidió quedarse en la playa, se tiró en la arena, miró al cielo pidiéndole a Dios una señal, algo que le dijese que no se había equivocado en su decisión y una nube blanca en forma de corazón atravesó el cielo celeste.
Ya no tuvo más dudas y continuó con el camino a La Serena.
Pasaron un par de días hasta que logró encontrarla. Lloraron, se abrazaron y hablaron hasta el amanecer.
Antonino se durmió en la cama de su madre. Ella se quedó sentada en un banquito, observando al joven que ya tenia dieciocho años.
Miraba sus manos, el color de sus cabellos, la mancha de nacimiento que tenía en el costado de la mejilla derecha; no dejaba de mirarlo hasta que el sueño lo venció.
Al día siguiente, Antonino se despertó desorientado recordando luego que estaba en la casa de su madre. La buscó y sólo encontró una nota pegada a la heladera, decía que cocinaría una rica comida para festejar el reencuentro, que no tardaría en volver.
Antonino dejó la nota y mientras esperaba a su madre comenzó a ordenar un poco el lugar, se puso a arreglar una ventana a la que se le había caído un postigo y las canillas que goteaban.
Se dio cuenta de que había pasado más tiempo del que podía tardar su madre en volver. Empezó a preocuparse, tuvo un deja vú, salió corriendo a buscarla al puerto, llegó casi sin aliento, vio gente amontonada frente a un barco anclado. No entendía qué pasaba pero algo le decía que tenía que acercarse a ver.
Cuando logró pasar por entre la gente miró hacia la dirección que todos miraban y sus ojos se encontraron con los de su madre. Se arrodilló y la abrazó, cuando lo hizo se sintió una de sus manos empapada, vio que era sangre que brotaba de la nuca de la pobre mujer. Sollozando pidió ayuda. Mientras la ambulancia venía, un hombre le explicó que justo cuando ella pasaba por ahí, cayó de la proa del barco pesquero una polea culpa del descuido de un marinero.
La madre de Antonino se ponía cada vez peor, respiraba lastimosamente y mientras lo hacia no dejaba de decirle lo mucho que lo amaba y si salía de esta juraba por su “Virgencita Milagrosa” remediar y compensar todos los años de ausencia.
La ambulancia tardó poco en llegar. Mientras la cargaban, Antonino nunca soltó la mano de su madre.
El trayecto hacia el hospital se hacia eterno. Las manos de la madre se pusieron frías y se soltaron de las del hijo.
Así como tan pronto fue el reencuentro de esos dos seres amados fue también la despedida.
Tanto a través de este relato como en "Encuentro fugaz", Rosario del Prado saca los presentimientos al sol.
Era tan espesa la maleza que el trayecto se hacía cada vez más angosto.
Eusebio era un anciano enfermo y testarudo. Aunque por el médico tenía prohibido ir caminando al pueblo, que le quedaba a una hora, lo hizo, no sin rezongar por los abrojos y rosetas que se le adherían en la ropa.
Miró su reloj y exclamó: “¡Porca miseria!”.
No llegaría con la puntualidad que lo caracterizaba a la misa de Pascua.
Cuando lo hizo se sentó en el lugar de toda la vida, desde que sus padres por primera vez lo llevasen.
Hurgó en su bolsillo para cerciorarse de que su medicina estuviera y no la encontró. Se alarmó porque sabía que sin ella, luego del gran esfuerzo por la caminata no podía volver. El médico le había remarcado que siempre debía tomarla en el mismo horario, sobre todo si tenía un día agitado.
La gran distancia entre su casa y el pueblo no era para un anciano con problemas cardíacos.
La medicina conseguida por un sobrino que viajaba siempre a la capital la canjeaba con unas migajas de lo que cosechaba de su huerta.
Eusebio se retiró de la iglesia y fue directo a la casa del medico. Llegó muy agitado aunque sólo eran tres cuadras.
Golpeó con moderación y luego con desesperación.
Nadie atendía a su desesperado llamado.
El pobre viejo entró en pánico y empezó a pedir ayuda a la gente que caminaba allí. En cuestión de segundos una multitud solidaria empezó a buscar al médico por todo el pueblo. Una vecina dijo que había leído en un cartel en el centro de salud que se había ido a un campo para atender un parto.
Todos muy preocupados decidieron que lo trasladarían a Eusebio a otro pueblo cercano para que otro médico lo atendiera. Pero Eusebio se negó. Sólo permitiría que su gran amigo, el doctor Funes, lo atendiera.
La gente no podía convencerlo y comprendían el porqué. El doctor Funes era como de la familia de todos, hacía cuarenta y cinco años que vivía en el pueblo, había logrado una mutación con la gente y el lugar.
Ya el anciano se descompuso, todos se miraban y encogían de hombros por impotencia.
Escucharon un galope, venía un hombre a toda marcha.
Era el doctor Funes, que cuando volvía de atender el parto decidió pasar por la casa de Eusebio que le quedaba en el camino. Al no escuchar respuesta por una de las ventanas de la cocina y ver sobre la mesa la medicina del anciano, supuso que la había olvidado. Sabía que la iba a necesitar y sabía dónde encontrarlo. Salió en su caballo como los mil demonios y llegó justo para darle a Eusebio la pastilla que lo compondría.
Todos estaban esperando que el enfermo reaccionara. Pasaron unos cuantos minutos hasta que por fín el hombre abrió los ojos, apretó fuerte la mano del médico que lo sostenía y mirándolo lo dijo todo. Con una gran sonrisa que soltó, habló: “Sabía que mi dotor no me fallaría!”.
Encuentro Fugaz
Luego del nacimiento de su medio hermano no volvió a ser el mismo.
Esquivaba a su padre y a su nueva integrante de la prole.
Nada lo haría cambiar de opinión.
Antonino se iría a vivir con su madre. El padre del adolescente intentó convencerlo de lo contrario. Una negación fue lo que obtuvo por respuesta. Con un padre y una madrasta viviendo endeudados por el juego y las bebidas, no les quedaba escapatoria, dicho por ellos mismos, que mandar a trabajar a sus seis pequeños hijos. Nunca alcanzaba el dinero; apenas había para comprar una tira de pan, un paquete de fideos y nada más.
La negligencia de los padres era aberrante. El barrio entero lo sabía, pero nadie hacia nada.
La suma de todo fue lo que convenció a Antonino a viajar a Chile para quedarse a vivir con su madre. Ella tampoco era una madre ejemplar, había alejado a Antonino de muy pequeño al cuidado de su padre hasta que ella consiguiera en Chile un buen trabajo y una casa para así llevárselo.
El tiempo pasó y la espera del niño por su madre se desvaneció y con ella, el sueño de tener la familia unida.
Antonino pegó un portazo dejando atrás ese “triste nido”, como él lo llamase.
Llevaba tan solo una mochila con un puñado de ropas y cien pesos que había ganado cortando leña para la vecina. La ropa era una nimiedad, lo que le preocupaba era el poco dinero con el que contaba para viajar a Chile.
Se fue hasta la ruta a hacer dedo. Mientras esperaba que alguien llegase, recordó que no se había despedido de don Quintana, un anciano que se había encariñado con él, siempre le daba trabajo en su bar y lo dejaba con todas las propinas de la mesa.
Don Quintana decía que era en pago por la nobleza que el joven demostraba a diario.
Tardó unos cinco días en llegar a Chile. La comida la iba obteniendo a cambio de trabajo en cada parador o estación de servicio.
Una vez que llegó, empezó a averiguar el domicilio de la última carta junto con una fotografía de la madre. Encontró la dirección de la casa pero no a su madre. El panadero vecino de la casa le dijo que la última noticia que tuvieron de ella era que se había ido a Valparaíso para trabajar en la limpieza de unas cabañas de turismo. Ella había dicho que allí le pagarían un mejor sueldo en La Serena.
Antonino, un poco cansado y desilusionado, se alejó del lugar. Con pasos perdidos decidió quedarse en la playa, se tiró en la arena, miró al cielo pidiéndole a Dios una señal, algo que le dijese que no se había equivocado en su decisión y una nube blanca en forma de corazón atravesó el cielo celeste.
Ya no tuvo más dudas y continuó con el camino a La Serena.
Pasaron un par de días hasta que logró encontrarla. Lloraron, se abrazaron y hablaron hasta el amanecer.
Antonino se durmió en la cama de su madre. Ella se quedó sentada en un banquito, observando al joven que ya tenia dieciocho años.
Miraba sus manos, el color de sus cabellos, la mancha de nacimiento que tenía en el costado de la mejilla derecha; no dejaba de mirarlo hasta que el sueño lo venció.
Al día siguiente, Antonino se despertó desorientado recordando luego que estaba en la casa de su madre. La buscó y sólo encontró una nota pegada a la heladera, decía que cocinaría una rica comida para festejar el reencuentro, que no tardaría en volver.
Antonino dejó la nota y mientras esperaba a su madre comenzó a ordenar un poco el lugar, se puso a arreglar una ventana a la que se le había caído un postigo y las canillas que goteaban.
Se dio cuenta de que había pasado más tiempo del que podía tardar su madre en volver. Empezó a preocuparse, tuvo un deja vú, salió corriendo a buscarla al puerto, llegó casi sin aliento, vio gente amontonada frente a un barco anclado. No entendía qué pasaba pero algo le decía que tenía que acercarse a ver.
Cuando logró pasar por entre la gente miró hacia la dirección que todos miraban y sus ojos se encontraron con los de su madre. Se arrodilló y la abrazó, cuando lo hizo se sintió una de sus manos empapada, vio que era sangre que brotaba de la nuca de la pobre mujer. Sollozando pidió ayuda. Mientras la ambulancia venía, un hombre le explicó que justo cuando ella pasaba por ahí, cayó de la proa del barco pesquero una polea culpa del descuido de un marinero.
La madre de Antonino se ponía cada vez peor, respiraba lastimosamente y mientras lo hacia no dejaba de decirle lo mucho que lo amaba y si salía de esta juraba por su “Virgencita Milagrosa” remediar y compensar todos los años de ausencia.
La ambulancia tardó poco en llegar. Mientras la cargaban, Antonino nunca soltó la mano de su madre.
El trayecto hacia el hospital se hacia eterno. Las manos de la madre se pusieron frías y se soltaron de las del hijo.
Así como tan pronto fue el reencuentro de esos dos seres amados fue también la despedida.
“Me llamo Dalila”
Rosario del Prado solicita nuestra atención en nombre del pasado.
Por tradición familiar, en los Luna la primera hija que naciera coincidentemente con la fecha de nacimiento de la tataratatara abuela Dalila María Luna debía llamarse “Dalila”.
Me tocó a mí y fue duro con semejante nombre pasar mi infancia y adolescencia sin ser víctima de todo tipo de bromas por parte de mis compañeros de colegio.
Nada les impedía que dejasen de molestarme, ni las patadas, ni las trompadas que a más de uno les propinaba.
Un día terminé en la dirección de la escuela junto con la que había recibido la golpiza, ambas sentadas sin mirarnos esperábamos el castigo que sería leve comparado con el que nos tocaría cuando llegásemos a nuestros respectivos hogares.
Ante la firme negación de contar lo sucedido a mis padres, esa noche me mandaron a dormir sin cenar. Castigo que se repetiría por un mes, tiempo en que duró mi negligencia.
El atardecer había pintado la ventana de mi cuarto, desde allí el fresno asomaba sus ramas hacia mi ventana.
Se me antojó salir sigilosamente, evitando que alguien notara mi ausencia. Cuando descendía por una de sus fuertes ramas me topé con un nido de urracas. La curiosidad hizo que me acercara más, con tan mala suerte que la rama en la que estaba sentada se quebró y caímos el nido y yo estrepitosamente al suelo.
Por suerte la rama estaba a poca distancia del piso. Pero igual el ruido fue tremendo y salieron armados todos los que estaban dentro de la casa. Me encontraron tirada en el suelo llorando de dolor; me había quebrado el brazo. El pobre nido aplastado quedó bajo mi cuerpo. Pero por suerte no había huevos en él, todo eso era una nimiedad frente a mi brazo quebrado.
Mi madre, enfurecida, gritó: “Dalila, terminá ya de tus chiquilinadas”.
Después de tantos meses sin verla con tantas cosas por contarle, decirle que la había extrañado mucho, y que la quería con toda mi alma, no pudo ser.
Lo que sería un gran cumpleaños para la Nana Dalila terminó siendo el velorio más terrible que me tocó vivir.
Nunca más me avergoncé de mi nombre, en adelante lo llevaría con gran orgullo en honor a mi Nona querida.
Rosario del Prado solicita nuestra atención en nombre del pasado.
Por tradición familiar, en los Luna la primera hija que naciera coincidentemente con la fecha de nacimiento de la tataratatara abuela Dalila María Luna debía llamarse “Dalila”.
Me tocó a mí y fue duro con semejante nombre pasar mi infancia y adolescencia sin ser víctima de todo tipo de bromas por parte de mis compañeros de colegio.
Nada les impedía que dejasen de molestarme, ni las patadas, ni las trompadas que a más de uno les propinaba.
Un día terminé en la dirección de la escuela junto con la que había recibido la golpiza, ambas sentadas sin mirarnos esperábamos el castigo que sería leve comparado con el que nos tocaría cuando llegásemos a nuestros respectivos hogares.
Ante la firme negación de contar lo sucedido a mis padres, esa noche me mandaron a dormir sin cenar. Castigo que se repetiría por un mes, tiempo en que duró mi negligencia.
El atardecer había pintado la ventana de mi cuarto, desde allí el fresno asomaba sus ramas hacia mi ventana.
Se me antojó salir sigilosamente, evitando que alguien notara mi ausencia. Cuando descendía por una de sus fuertes ramas me topé con un nido de urracas. La curiosidad hizo que me acercara más, con tan mala suerte que la rama en la que estaba sentada se quebró y caímos el nido y yo estrepitosamente al suelo.
Por suerte la rama estaba a poca distancia del piso. Pero igual el ruido fue tremendo y salieron armados todos los que estaban dentro de la casa. Me encontraron tirada en el suelo llorando de dolor; me había quebrado el brazo. El pobre nido aplastado quedó bajo mi cuerpo. Pero por suerte no había huevos en él, todo eso era una nimiedad frente a mi brazo quebrado.
Mi madre, enfurecida, gritó: “Dalila, terminá ya de tus chiquilinadas”.
Después de tantos meses sin verla con tantas cosas por contarle, decirle que la había extrañado mucho, y que la quería con toda mi alma, no pudo ser.
Lo que sería un gran cumpleaños para la Nana Dalila terminó siendo el velorio más terrible que me tocó vivir.
Nunca más me avergoncé de mi nombre, en adelante lo llevaría con gran orgullo en honor a mi Nona querida.
La causa de Loretta
Por Rosario del Prado
Desde Río de los Sauces, una historia con elementos varios, entre ellos solidaridad, ideales, lucha, gratitud y sueños.
Luego de haber arrancado la maleza de la huerta, se sacó los guantes y el sombrero de paja con su ramillete de violetas frescas; lo guardó en la piecita y entró a la casa para darse una ducha rápida y así llegar a tiempo a la misa dominical.
Siempre que llegaba a los primeros escalones de la capilla se topaba con gente limosneando, a todos les daba monedas. Mientras lo hacía, meditaba que no había peor miseria que la del alma, mas allá de que la otra no deja se ser importantes para aquellos que no tienen lo indispensable para vivir dignamente.
Recordaba también, veinte años atrás, cuando cursó el cuarto año de medicina. Era una joven idealista de las grandes causas que cuidaran, defendieran, protegieran a todos aquellos marginados por los gobiernos y la sociedad. Mientras estudiaba, junto con una ONG de jóvenes compañeros recorrió todo el país ayudando, curando, consiguiendo alimentos, concientizando sobre distintos tipos de prevenciones para una mejor salud, etc, etc.
Por haber sido una apasionada de las causas nobles, Loretta tuvo que pagar un alto precio… abandonó la facultad, lo que la llevó a dejar su casa porque sus padres no aprobaban el sueño que quería concretar, así dejó también un estilo de vida de familia de clase media alta. Lo que más enfurecía a la madre de Loretta era que su hija “preferida” no sólo no terminaba la carrera sino también perdía la posibilidad de un matrimonio “conveniente” con algún candidato elegido por ambos padres.
Loretta no podía asimilar la medianía de la familia y la de esa pobre gente.
Los padres, enojados y sin poder comprenderla, le dieron solo migajas para que Loretta se pagase el pasaje hasta la reserva aborigen y la comida de un par de meses.
Nada la intimidó ni la acobardó: Loretta logró junto con la gente de la religión crear una salita de primeros auxilios.
Valieron la pena los meses de escasez de comida y de ropa adecuada.
El día de la inauguración, una multitud se acercó a participar de la bendición. La joven se emocionó no sólo por la concreción del sueño sino también por el afecto de aquella gente a la que no la unían lazos sanguíneos.
Un escalofrío que le recorrió el cuerpo la trajo de vuelta de tantos recuerdos, justo en ese instante el sacerdote terminaba la misa.
Ahora tenía sesenta años. Sus cabellos dorados ya era cenicientos y las inclemencias del clima le había dejado huellas a la piel de su rostro; todo su cuerpo dejaba notar una vida rústica, rudimentaria. Estaba viviendo sola en “Paso Verde”, el pueblito más cercano a la reserva, se mudó allí cuando se jubiló porque no podía irse más lejos. No quería hacerlo.
Periódicamente la familia de Loretta, tras pasar un tiempo y comprenderla, la iba a visitar o ella viajaba a la capital a verlos y así aprovechaba a recaudar donaciones para “la salita de la reserva”. “Porque de los afectos y las utopías nadie se jubila”, repetía Loretta una y otra vez.
Se fue de su casa conciente de esa mutación que con los años fue viviendo con la gente, el paisaje, la flora y la fauna. Para la gente hacía mucho que había dejado de ser “la gringa Loretta” para pasar a ser “la hermana Loretta”.
Quien se resistía a llamarla así era Guaimbé el hermano del jefe de la reserva, porque él la amaba desde el primer día que la conoció, la amó en silencio y, ya cansado de esperar, se le declaró cantándole todos los años que había esperado de ella un gesto, una mirada, algo que fuera una señal para él, pero nunca se había dado.
Entre sorprendida y confundida, y hasta con un gesto risueño en su rostro, Loretta le dijo que ya los años se le habían vencido para el amor, que era vieja y su único amor seguía siendo “su causa”.
Guaimbé, un hombre rudo, enceguecido por el rechazo de su amada, tomó una cuchilla de la mesa de la cocina de Loretta y se la clavó en el pecho tantas veces como en su mente le retumbara el no de Loretta.
Por Rosario del Prado
Desde Río de los Sauces, una historia con elementos varios, entre ellos solidaridad, ideales, lucha, gratitud y sueños.
Luego de haber arrancado la maleza de la huerta, se sacó los guantes y el sombrero de paja con su ramillete de violetas frescas; lo guardó en la piecita y entró a la casa para darse una ducha rápida y así llegar a tiempo a la misa dominical.
Siempre que llegaba a los primeros escalones de la capilla se topaba con gente limosneando, a todos les daba monedas. Mientras lo hacía, meditaba que no había peor miseria que la del alma, mas allá de que la otra no deja se ser importantes para aquellos que no tienen lo indispensable para vivir dignamente.
Recordaba también, veinte años atrás, cuando cursó el cuarto año de medicina. Era una joven idealista de las grandes causas que cuidaran, defendieran, protegieran a todos aquellos marginados por los gobiernos y la sociedad. Mientras estudiaba, junto con una ONG de jóvenes compañeros recorrió todo el país ayudando, curando, consiguiendo alimentos, concientizando sobre distintos tipos de prevenciones para una mejor salud, etc, etc.
Por haber sido una apasionada de las causas nobles, Loretta tuvo que pagar un alto precio… abandonó la facultad, lo que la llevó a dejar su casa porque sus padres no aprobaban el sueño que quería concretar, así dejó también un estilo de vida de familia de clase media alta. Lo que más enfurecía a la madre de Loretta era que su hija “preferida” no sólo no terminaba la carrera sino también perdía la posibilidad de un matrimonio “conveniente” con algún candidato elegido por ambos padres.
Loretta no podía asimilar la medianía de la familia y la de esa pobre gente.
Los padres, enojados y sin poder comprenderla, le dieron solo migajas para que Loretta se pagase el pasaje hasta la reserva aborigen y la comida de un par de meses.
Nada la intimidó ni la acobardó: Loretta logró junto con la gente de la religión crear una salita de primeros auxilios.
Valieron la pena los meses de escasez de comida y de ropa adecuada.
El día de la inauguración, una multitud se acercó a participar de la bendición. La joven se emocionó no sólo por la concreción del sueño sino también por el afecto de aquella gente a la que no la unían lazos sanguíneos.
Un escalofrío que le recorrió el cuerpo la trajo de vuelta de tantos recuerdos, justo en ese instante el sacerdote terminaba la misa.
Ahora tenía sesenta años. Sus cabellos dorados ya era cenicientos y las inclemencias del clima le había dejado huellas a la piel de su rostro; todo su cuerpo dejaba notar una vida rústica, rudimentaria. Estaba viviendo sola en “Paso Verde”, el pueblito más cercano a la reserva, se mudó allí cuando se jubiló porque no podía irse más lejos. No quería hacerlo.
Periódicamente la familia de Loretta, tras pasar un tiempo y comprenderla, la iba a visitar o ella viajaba a la capital a verlos y así aprovechaba a recaudar donaciones para “la salita de la reserva”. “Porque de los afectos y las utopías nadie se jubila”, repetía Loretta una y otra vez.
Se fue de su casa conciente de esa mutación que con los años fue viviendo con la gente, el paisaje, la flora y la fauna. Para la gente hacía mucho que había dejado de ser “la gringa Loretta” para pasar a ser “la hermana Loretta”.
Quien se resistía a llamarla así era Guaimbé el hermano del jefe de la reserva, porque él la amaba desde el primer día que la conoció, la amó en silencio y, ya cansado de esperar, se le declaró cantándole todos los años que había esperado de ella un gesto, una mirada, algo que fuera una señal para él, pero nunca se había dado.
Entre sorprendida y confundida, y hasta con un gesto risueño en su rostro, Loretta le dijo que ya los años se le habían vencido para el amor, que era vieja y su único amor seguía siendo “su causa”.
Guaimbé, un hombre rudo, enceguecido por el rechazo de su amada, tomó una cuchilla de la mesa de la cocina de Loretta y se la clavó en el pecho tantas veces como en su mente le retumbara el no de Loretta.
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