Los hipócritas
Por Fabián González
Cuando los escucho hablar o quejarse, un ruido de duros y oxidados engranajes comienza a maquinarse en mi cabeza. Los dientes me rechinan y mis manos tiemblan, agitadas por la inquietud que me transmite su rictus nervioso y recalcitrante deseoso de tener siempre la ultima palabra. Siento ganas de gritar, de socavar la quietud de las acalladas aguas en las que reposa mi a veces molesta mansedumbre y liberar los demonios despóticos y crueles de la palabra, del oprobio y el insulto.
Pero sé que de nada sirve. Siempre tienen preparada- y esto es casi una innata capacidad de los milenarios practicantes de la hipocresía- una frase paciente bajo el as de la manga, esa superadora prueba de elegante verborragia celosamente cultivada, cuidadosamente elaborada, sutil pero eficaz, dañina y falaz.
Entonces, consciente de su potencialidad expresiva de último momento, entiendo que para ganar es necesario hacerlo pero sobre la base de sus ignominiosas reglas, moverme en su territorio, convertirme en el reflejo casi perfecto de su propia banalidad. El histrionismo del juego, de esa compleja superficialidad, esa red de máscaras e inquisiciones falaces, lo admito, parece muchas veces fascinante, pero no se dejen engañar: esas imágenes y el color que de ellos llegan al que los ve, solo son las formas transmutadas de una luz entre pura y perversa (el tan vasto conocimiento) que trasvasa cíclicamente a la humanidad, y que el prisma ora tendencioso del poder y la ambición dañinamente refractan.
Les llaman los hipócritas. Son abogados, periodistas, políticos, empresarios. Son poderosos y están armados, concebidos en el arte del sutil engaño. Están en todas partes, absorbiendo la luz ajena, opacando y refractando el crisol de informaciones que de continuo circulan, refugiados en la transparencia de un monitor, la gravedad de una voz que sale de un parlante, o la fresca tinta de los diarios matutinos. A tener cuidado y formar la conciencia, para este mundo que ya lo tenemos encima y amenaza con fagocitar nuestras mentes, alienarlas y atrofiarlas. A cosechar el fruto ideológico de la palabra, como germen de liberación y eterna semblanza de la utopía de los hombres, como respuesta a esas otras palabras, que no nos quieren dejar pensar, en la inmediatez del consumo y la "común" frugalidad de este mundo posmoderno y pueril que aún no se rebela -definitivamente- contra la fría tersura de la ambición humana.
Antiguos sueños
Del mismo autor
"El pensamiento es mi principio, mi paréntesis y mi punto final. Es extensión de mis manos y del deseo que acongoja (cuando no se completa), a los torturados duendes del corazón. Por eso escribo, para que alguien me recuerde (cuando yo me olvide) que mis pensamientos están vivos y que yo no pereceré, aunque de mí no queden obras hechas por mi mano, ni placeres para el mundo nuevo (maquinaria insaciable devoradora de deseos). Sólo pensamientos, alimentando retoños/niños que retomen mi palabra con el saber de antiguos sueños..."