Amigo Funes
Tanto a través de este relato como en "Encuentro fugaz", Rosario del Prado saca los presentimientos al sol.
Era tan espesa la maleza que el trayecto se hacía cada vez más angosto.
Eusebio era un anciano enfermo y testarudo. Aunque por el médico tenía prohibido ir caminando al pueblo, que le quedaba a una hora, lo hizo, no sin rezongar por los abrojos y rosetas que se le adherían en la ropa.
Miró su reloj y exclamó: “¡Porca miseria!”.
No llegaría con la puntualidad que lo caracterizaba a la misa de Pascua.
Cuando lo hizo se sentó en el lugar de toda la vida, desde que sus padres por primera vez lo llevasen.
Hurgó en su bolsillo para cerciorarse de que su medicina estuviera y no la encontró. Se alarmó porque sabía que sin ella, luego del gran esfuerzo por la caminata no podía volver. El médico le había remarcado que siempre debía tomarla en el mismo horario, sobre todo si tenía un día agitado.
La gran distancia entre su casa y el pueblo no era para un anciano con problemas cardíacos.
La medicina conseguida por un sobrino que viajaba siempre a la capital la canjeaba con unas migajas de lo que cosechaba de su huerta.
Eusebio se retiró de la iglesia y fue directo a la casa del medico. Llegó muy agitado aunque sólo eran tres cuadras.
Golpeó con moderación y luego con desesperación.
Nadie atendía a su desesperado llamado.
El pobre viejo entró en pánico y empezó a pedir ayuda a la gente que caminaba allí. En cuestión de segundos una multitud solidaria empezó a buscar al médico por todo el pueblo. Una vecina dijo que había leído en un cartel en el centro de salud que se había ido a un campo para atender un parto.
Todos muy preocupados decidieron que lo trasladarían a Eusebio a otro pueblo cercano para que otro médico lo atendiera. Pero Eusebio se negó. Sólo permitiría que su gran amigo, el doctor Funes, lo atendiera.
La gente no podía convencerlo y comprendían el porqué. El doctor Funes era como de la familia de todos, hacía cuarenta y cinco años que vivía en el pueblo, había logrado una mutación con la gente y el lugar.
Ya el anciano se descompuso, todos se miraban y encogían de hombros por impotencia.
Escucharon un galope, venía un hombre a toda marcha.
Era el doctor Funes, que cuando volvía de atender el parto decidió pasar por la casa de Eusebio que le quedaba en el camino. Al no escuchar respuesta por una de las ventanas de la cocina y ver sobre la mesa la medicina del anciano, supuso que la había olvidado. Sabía que la iba a necesitar y sabía dónde encontrarlo. Salió en su caballo como los mil demonios y llegó justo para darle a Eusebio la pastilla que lo compondría.
Todos estaban esperando que el enfermo reaccionara. Pasaron unos cuantos minutos hasta que por fín el hombre abrió los ojos, apretó fuerte la mano del médico que lo sostenía y mirándolo lo dijo todo. Con una gran sonrisa que soltó, habló: “Sabía que mi dotor no me fallaría!”.
Encuentro Fugaz
Luego del nacimiento de su medio hermano no volvió a ser el mismo.
Esquivaba a su padre y a su nueva integrante de la prole.
Nada lo haría cambiar de opinión.
Antonino se iría a vivir con su madre. El padre del adolescente intentó convencerlo de lo contrario. Una negación fue lo que obtuvo por respuesta. Con un padre y una madrasta viviendo endeudados por el juego y las bebidas, no les quedaba escapatoria, dicho por ellos mismos, que mandar a trabajar a sus seis pequeños hijos. Nunca alcanzaba el dinero; apenas había para comprar una tira de pan, un paquete de fideos y nada más.
La negligencia de los padres era aberrante. El barrio entero lo sabía, pero nadie hacia nada.
La suma de todo fue lo que convenció a Antonino a viajar a Chile para quedarse a vivir con su madre. Ella tampoco era una madre ejemplar, había alejado a Antonino de muy pequeño al cuidado de su padre hasta que ella consiguiera en Chile un buen trabajo y una casa para así llevárselo.
El tiempo pasó y la espera del niño por su madre se desvaneció y con ella, el sueño de tener la familia unida.
Antonino pegó un portazo dejando atrás ese “triste nido”, como él lo llamase.
Llevaba tan solo una mochila con un puñado de ropas y cien pesos que había ganado cortando leña para la vecina. La ropa era una nimiedad, lo que le preocupaba era el poco dinero con el que contaba para viajar a Chile.
Se fue hasta la ruta a hacer dedo. Mientras esperaba que alguien llegase, recordó que no se había despedido de don Quintana, un anciano que se había encariñado con él, siempre le daba trabajo en su bar y lo dejaba con todas las propinas de la mesa.
Don Quintana decía que era en pago por la nobleza que el joven demostraba a diario.
Tardó unos cinco días en llegar a Chile. La comida la iba obteniendo a cambio de trabajo en cada parador o estación de servicio.
Una vez que llegó, empezó a averiguar el domicilio de la última carta junto con una fotografía de la madre. Encontró la dirección de la casa pero no a su madre. El panadero vecino de la casa le dijo que la última noticia que tuvieron de ella era que se había ido a Valparaíso para trabajar en la limpieza de unas cabañas de turismo. Ella había dicho que allí le pagarían un mejor sueldo en La Serena.
Antonino, un poco cansado y desilusionado, se alejó del lugar. Con pasos perdidos decidió quedarse en la playa, se tiró en la arena, miró al cielo pidiéndole a Dios una señal, algo que le dijese que no se había equivocado en su decisión y una nube blanca en forma de corazón atravesó el cielo celeste.
Ya no tuvo más dudas y continuó con el camino a La Serena.
Pasaron un par de días hasta que logró encontrarla. Lloraron, se abrazaron y hablaron hasta el amanecer.
Antonino se durmió en la cama de su madre. Ella se quedó sentada en un banquito, observando al joven que ya tenia dieciocho años.
Miraba sus manos, el color de sus cabellos, la mancha de nacimiento que tenía en el costado de la mejilla derecha; no dejaba de mirarlo hasta que el sueño lo venció.
Al día siguiente, Antonino se despertó desorientado recordando luego que estaba en la casa de su madre. La buscó y sólo encontró una nota pegada a la heladera, decía que cocinaría una rica comida para festejar el reencuentro, que no tardaría en volver.
Antonino dejó la nota y mientras esperaba a su madre comenzó a ordenar un poco el lugar, se puso a arreglar una ventana a la que se le había caído un postigo y las canillas que goteaban.
Se dio cuenta de que había pasado más tiempo del que podía tardar su madre en volver. Empezó a preocuparse, tuvo un deja vú, salió corriendo a buscarla al puerto, llegó casi sin aliento, vio gente amontonada frente a un barco anclado. No entendía qué pasaba pero algo le decía que tenía que acercarse a ver.
Cuando logró pasar por entre la gente miró hacia la dirección que todos miraban y sus ojos se encontraron con los de su madre. Se arrodilló y la abrazó, cuando lo hizo se sintió una de sus manos empapada, vio que era sangre que brotaba de la nuca de la pobre mujer. Sollozando pidió ayuda. Mientras la ambulancia venía, un hombre le explicó que justo cuando ella pasaba por ahí, cayó de la proa del barco pesquero una polea culpa del descuido de un marinero.
La madre de Antonino se ponía cada vez peor, respiraba lastimosamente y mientras lo hacia no dejaba de decirle lo mucho que lo amaba y si salía de esta juraba por su “Virgencita Milagrosa” remediar y compensar todos los años de ausencia.
La ambulancia tardó poco en llegar. Mientras la cargaban, Antonino nunca soltó la mano de su madre.
El trayecto hacia el hospital se hacia eterno. Las manos de la madre se pusieron frías y se soltaron de las del hijo.
Así como tan pronto fue el reencuentro de esos dos seres amados fue también la despedida.