13/5/11

La causa de Loretta
Por Rosario del Prado


Desde Río de los Sauces, una historia con elementos varios, entre ellos solidaridad, ideales, lucha, gratitud  y sueños.

Luego de haber arrancado la maleza de la huerta, se sacó los guantes y el sombrero de paja con su ramillete de violetas frescas; lo guardó en la piecita y entró a la casa para darse una ducha rápida y así llegar a tiempo a la misa dominical.
Siempre que llegaba a los primeros escalones de la capilla se topaba con gente limosneando, a todos les daba monedas. Mientras lo hacía, meditaba que no había peor miseria que la del alma, mas allá de que la otra no deja se ser importantes para aquellos que no tienen lo indispensable para vivir dignamente.
Recordaba también, veinte años atrás, cuando cursó el cuarto año de medicina. Era una joven idealista de las grandes causas que cuidaran, defendieran, protegieran a todos aquellos marginados por los gobiernos y la sociedad. Mientras estudiaba, junto con una ONG de jóvenes compañeros recorrió todo el país ayudando, curando, consiguiendo alimentos, concientizando sobre distintos tipos de prevenciones para una mejor salud, etc, etc.

Por haber sido una apasionada de las causas nobles, Loretta tuvo que pagar un alto precio… abandonó la facultad, lo que la llevó a dejar su casa porque sus padres no aprobaban el sueño que quería concretar, así dejó también un estilo de vida de familia de clase media alta. Lo que más enfurecía a la madre de Loretta era que su hija “preferida” no sólo no terminaba la carrera sino también perdía la posibilidad de un matrimonio “conveniente” con algún candidato elegido por ambos padres.
Loretta no podía asimilar la medianía de la familia y la de esa pobre gente.
Los padres, enojados y sin poder comprenderla, le dieron solo migajas para que Loretta se pagase el pasaje hasta la reserva aborigen y la comida de un par de meses.
Nada la intimidó ni la acobardó: Loretta logró junto con la gente de la religión crear una salita de primeros auxilios.
Valieron la pena los meses de escasez de comida y de ropa adecuada.

El día de la inauguración, una multitud se acercó a participar de la bendición. La joven se emocionó no sólo por la concreción del sueño sino también por el afecto de aquella gente a la que no la unían lazos sanguíneos.
Un escalofrío que le recorrió el cuerpo la trajo de vuelta de tantos recuerdos, justo en ese instante el sacerdote terminaba la misa.
Ahora tenía sesenta años. Sus cabellos dorados ya era cenicientos y las inclemencias del clima le había dejado huellas a la piel de su rostro; todo su cuerpo dejaba notar una vida rústica, rudimentaria. Estaba viviendo sola en “Paso Verde”, el pueblito más cercano a la reserva, se mudó allí cuando se jubiló porque no podía irse más lejos. No quería hacerlo.
Periódicamente la familia de Loretta, tras pasar un tiempo y comprenderla, la iba a visitar o ella viajaba a la capital a verlos y así aprovechaba a recaudar donaciones para “la salita de la reserva”. “Porque de los afectos y las utopías nadie se jubila”, repetía Loretta una y otra vez.
Se fue de su casa conciente de esa mutación que con los años fue viviendo con la gente, el paisaje, la flora y la fauna. Para la gente hacía mucho que había dejado de ser “la gringa Loretta” para pasar a ser “la hermana Loretta”.
Quien se resistía a llamarla así era Guaimbé el hermano del jefe de la reserva, porque él la amaba desde el primer día que la conoció, la amó en silencio y, ya cansado de esperar, se le declaró cantándole todos los años que había esperado de ella un gesto, una mirada, algo que fuera una señal para él, pero nunca se había dado.
Entre sorprendida y confundida, y hasta con un gesto risueño en su rostro, Loretta le dijo que ya los años se le habían vencido para el amor, que era vieja y su único amor seguía siendo “su causa”.
Guaimbé, un hombre rudo, enceguecido por el rechazo de su amada, tomó una cuchilla de la mesa de la cocina de Loretta y se la clavó en el pecho tantas veces como en su mente le retumbara el no de Loretta.