Testigo de diálogos necesarios
-No le digas que te avisé.
-No me pidas que guarde un secreto.
-¿Cuándo vas a madurar?
-El día que me dejes de pedir chiquilinadas.
La conversación siguió alejándose, de modo que Adrián Ramírez se quedó sin saber el desenlace. Supuso que se trataba de una amistad de larga data y que hablaban de un tercero con el que ambos tenían trato, no confianza. Imaginó que la discusión seguiría subiendo de tono.
-Mirá, las cosas se hacen como yo digo. Acá las puertas están abiertas, no sé si me entendés.
“Se ve que entendió”, intuyó al escuchar un portazo, tras lo cual alguien salió diciendo: “¡¿Quién se cree que es: el rey de Bélgica?!”.
-Relajate, ¿por qué te cuesta tanto?
Adrián Ramírez estuvo a punto de contestar del otro lado de la ventana.
-No se trata de reemplazar sino de sumar; a la responsabilidad sumale relajación.
Crecieron sus ganas de replicar a la comprensiva voz.
-A vos te gustan Los Redondos. Una canción dice “a nadie le amarga un dulce”. Ya que te ponés las pilas fácil, ponételas para relajarte, te va a hacer bien.
Cerró los ojos, sintió ganas de tocar el timbre, de decirle a la mujer que sin querer la había escuchado y que le agradecía por esas palabras.
Levantó la vista y notó que se acercaba el colectivo que lo llevaba a la oficina.
Aburrido entre computadoras y compañeros, entretenido a la media hora, pensó que a lo mejor su destino era la soledad.