Por Martín Búfali
Vientos del cuarto río, que no ceden, que no cesan. Vientos
del Cochancharava, que arrasan al tiempo, que ensucian las caras.
Vientos que peinan del mismo modo, casi acomodándose a la obligada moda
de la ciudad. Cabellos que bailan desparramados entre los ojos y que
tapan la mirada. Ya nadie observa, solo señalan.
Vientos que zumban en los oídos de cada caminante. Ya nadie oye, mueren las charlas.
Ciegos y sordos ejercen el habla con la intención incorrecta. Quizá algún día las nubes dejen de soplar. ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van? ¿Cuál es el punto exacto en el que comienzan? Si alguien lo supiera podría en ese mismo lugar levantar un muro, y quedar una mitad sin viento. Pero nada sería igual, ni siquiera la pequeña gran aldea de asfalto.
Vientos que soplan y divierten terrazas y a sus sogas que inertes cuelgan ropa. Vientos que las hacen flamear. Hoy quizá sea un día de suerte, caminar por esa plaza se vuelve lotería, regida por las palomas que pierden lo tierno con su centenar; y ese viento que hace de su puntería un hecho casi cotidiano. Por suerte queda la creencia de que la buena viene con ello.
Vientos que zumban en los oídos de cada caminante. Ya nadie oye, mueren las charlas.
Ciegos y sordos ejercen el habla con la intención incorrecta. Quizá algún día las nubes dejen de soplar. ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van? ¿Cuál es el punto exacto en el que comienzan? Si alguien lo supiera podría en ese mismo lugar levantar un muro, y quedar una mitad sin viento. Pero nada sería igual, ni siquiera la pequeña gran aldea de asfalto.
Vientos que soplan y divierten terrazas y a sus sogas que inertes cuelgan ropa. Vientos que las hacen flamear. Hoy quizá sea un día de suerte, caminar por esa plaza se vuelve lotería, regida por las palomas que pierden lo tierno con su centenar; y ese viento que hace de su puntería un hecho casi cotidiano. Por suerte queda la creencia de que la buena viene con ello.