7/2/13



Claroscuros, apariencias y profundidades
Son las 14.50 en todo el territorio argentino. Claro que puede ser el momento de la siesta en Río Cuarto, Tandil, y el tiempo en el que personas comen en veinte minutos dos porciones sentados a la llamada mesa joven o en el mostrador de pizzería La Rey, a cincuenta metros del obelisco de Buenos Aires.
El contexto temporal es el mismo, las subculturas son diferentes, como puede afirmarse siguiendo al autor Stephen Moore. Por eso el silencio domina las escenas en unas ciudades y los bocinazos y la necesidad de esquivar gente por la vereda son la postal de la capital del país.
Una nación, un prisma de imágenes.
Por aquello de la pertenencia a una cultura hay semejanzas a través de la geografía nacional: más de uno cruza en rojo si sabe que no hay cámaras de vigilancia o estaciona en doble fila si no ve un policía de tránsito o la multa cuesta poco. El control social formal se advierte o se juzga inexistente según sean los mecanismos de sanción a quienes quebrantan normas; de no mediar castigos altos para quienes han sido socializados bajo la idea de “hago lo que quiero, donde quiero y cuando quiero”, las pautas egoístas se hacen recurrentes.
Como las culturas varían según pasan los años, a veces los derechos mutan a escombros. La libertad de tránsito está consagrada por nuestra Constitución Nacional, pese a lo cual en 2012 hubo en Buenos Aires un promedio de 3 cortes de calles por día, según la consultora Diagnóstico Político. Justo es reconocer que a menudo se apela a esta medida que deteriora la calidad de vida de los demás por despidos en fábricas, faltas de respeto a condiciones laborales, inseguridad, medidas impositivas consideradas excesivas. Es decir, se recurre a una estrategia que perturba por cuestiones tales como el riesgo en las chances de vida o la movilidad social descendente. El caso es que los bloqueos que en sus orígenes constituían una desviación y motivaban sorpresas se institucionalizaron, a tal punto que los carteles de tránsito hoy los anuncian para que los conductores tomen caminos alternativos. Los vendedores de GPS, felices. Los choferes de colectivo, que circulan contrarreloj, sudan aunque sea invierno. Honra a quienes trabajan para conseguir ingresos bajo condiciones de este tipo, que incluyen insultos de quienes fracasan en su intento de tomar el ómnibus a mitad de cuadra –a sabiendas de que está prohibido- ¡en plena Avenida 9 de Julio!
Norma, una de las palabras más ignoradas de nuestro querido país. Anomia, uno de los términos científicos susceptible de traducirse a “sé que hay leyes, pero me importa un bledo”, es de los que más a mano está en las calles.

Resguardo
Atravesamos años de blancos y negros, de intolerancia, de miradas recelosas ante elogios y críticas a la Presidenta de la Nación. Arrecian los prejuicios y así, por pequeños comentarios, automáticamente a alguien se lo rotula de K o anti K; triste socialización política.
Quizás por esto, los tramos finales del texto van con una positiva, no sea cuestión de que al redactor se lo tilde de antiargentino. El martes 12 de enero, las persianas de un local comercial inglés cerrado desde hace años en Buenos Aires estaban, a pesar de la prohibición, repletas de volantes que ofrecen prostitución femenina. A la hora de la siesta, decenas de mujeres los sacaban en un acto de respeto activo por el género.
Una lucha para el aplauso que requiere no solo de la promulgación de leyes sino de cambios en el aprendizaje de valores. Como lo dice la jueza Carmen Argibay en un artículo citado por el grupo social La Alameda, que actúa contra la esclavitud sexual y de otros tipos, “si a la sociedad le parece normal pagar por sexo, la trata de personas seguirá”. En efecto, un hombre que fuerza a una mujer a prostituirse es una práctica que lleva décadas de aceptación en ciudades tan distantes de Buenos Aires como Tandil y Río Cuarto, que al menos clausuró prostíbulos, lo que implica el fin aparente del flagelo.
Lo malo es que las apariencias engañan.