Claroscuros, apariencias y profundidades
Son las 14.50 en todo el territorio argentino. Claro que
puede ser el momento de la siesta en Río Cuarto, Tandil, y el tiempo en el que
personas comen en veinte minutos dos porciones sentados a la llamada mesa joven o en el mostrador de pizzería
La Rey, a
cincuenta metros del obelisco de Buenos Aires.
El contexto
temporal es el mismo, las subculturas
son diferentes, como puede afirmarse siguiendo al autor Stephen Moore. Por eso
el silencio domina las escenas en unas ciudades y los bocinazos y la necesidad
de esquivar gente por la vereda son la postal de la capital del país.
Una nación, un prisma de imágenes.
Por aquello de la pertenencia a una cultura hay semejanzas a través de la geografía
nacional: más de uno cruza en rojo si sabe que no hay cámaras de vigilancia o
estaciona en doble fila si no ve un policía de tránsito o la multa cuesta poco.
El control social formal se advierte
o se juzga inexistente según sean los mecanismos de sanción a quienes
quebrantan normas; de no mediar castigos
altos para quienes han sido socializados
bajo la idea de “hago lo que quiero, donde quiero y cuando quiero”, las pautas
egoístas se hacen recurrentes.
Como las culturas
varían según pasan los años, a veces los derechos mutan a escombros. La
libertad de tránsito está consagrada por nuestra Constitución Nacional, pese a
lo cual en 2012 hubo en Buenos Aires un promedio de 3 cortes de calles por día,
según la consultora Diagnóstico Político. Justo es reconocer que a menudo se
apela a esta medida que deteriora la calidad de vida de los demás por despidos
en fábricas, faltas de respeto a condiciones laborales, inseguridad, medidas
impositivas consideradas excesivas. Es decir, se recurre a una estrategia que
perturba por cuestiones tales como el riesgo en las chances de vida o la movilidad
social descendente. El caso es que los
bloqueos que en sus orígenes constituían una desviación y
motivaban sorpresas se
institucionalizaron, a tal punto que los carteles de tránsito hoy los
anuncian para que los conductores tomen caminos alternativos. Los vendedores de
GPS, felices. Los choferes de colectivo, que circulan contrarreloj, sudan
aunque sea invierno. Honra a quienes trabajan
para conseguir ingresos bajo
condiciones de este tipo, que incluyen insultos de quienes fracasan en su
intento de tomar el ómnibus a mitad de cuadra –a sabiendas de que está
prohibido- ¡en plena Avenida 9 de Julio!
Norma, una de las
palabras más ignoradas de nuestro querido país. Anomia, uno de los términos científicos susceptible de traducirse a
“sé que hay leyes, pero me importa un bledo”, es de los que más a mano está en
las calles.
Resguardo
Atravesamos años de blancos y negros, de intolerancia, de
miradas recelosas ante elogios y críticas a la Presidenta de la Nación. Arrecian los prejuicios y así, por pequeños
comentarios, automáticamente a alguien se lo rotula de K o anti K; triste socialización política.
Quizás por esto, los tramos finales del texto van con una positiva,
no sea cuestión de que al redactor se lo tilde de antiargentino. El martes 12
de enero, las persianas de un local comercial inglés cerrado desde hace años en
Buenos Aires estaban, a pesar de la prohibición, repletas de volantes que
ofrecen prostitución femenina. A la hora de la siesta, decenas de mujeres los
sacaban en un acto de respeto activo por el género.
Una lucha para el aplauso que requiere no solo de la
promulgación de leyes sino de cambios en el aprendizaje de valores. Como lo dice la jueza Carmen Argibay en un artículo citado
por el grupo social La Alameda, que actúa contra
la esclavitud sexual y de otros tipos, “si
a la sociedad le parece normal pagar por sexo, la trata de personas seguirá”. En
efecto, un hombre que fuerza a una
mujer a prostituirse es una práctica que lleva décadas de aceptación en ciudades
tan distantes de Buenos Aires como Tandil y Río Cuarto, que al menos clausuró
prostíbulos, lo que implica el fin aparente del flagelo.
Lo malo es que las apariencias engañan.