Por Matilde Maffrand, estudiante del Programa Educativo de Adultos Mayores
Era una mañana de abril, el niño abrió sus
ojos, comenzó a recorrer la anatomía del
espacio, del sitio que lo
convocaba cada noche hasta el amanecer, supo que pronto las voces de susto
mañanero de su padre se empezaban a escuchar, primero lejos y luego con una
peligrosa aproximación, eran palabras urgentes dichas en un tono nervioso.
"¡A ver si ya está agarrado el carro!".
"¡Niño vago!".
La madre se desplazó en la cocina con
cansancio de años, amagó un desayuno que Lucas no pudo beber, la urgencia del
momento le quitó intimidad a la acción mañanera y los dos, padre e hijo, sin
decirse una palabra salieron a la calle. En la esquina ya pudieron ver los
primeros guardapolvos blancos, las
figuras nítidas de otros niños apurando su paso, con la urgencia de no llegar
tarde a la escuela, algunos con mochilas, con ruedas o sin ruedas, otros simplemente con los cuadernos en la mano, los ojos
demasiado abiertos como queriendo atrapar todos las imágenes del momento, el
pelo recién mojado y peinado con apuro, desde el medio hacia el costado, los mayores
protestando por el paso lento de su hermano menor que de tanto en tanto hacía
un trote para alcanzar el nivel del acompañante, el momento se pobló de colores
mañaneros y el barrio tomó su ritmo habitual.
Como una foto aún no revelada, y
acompañando el compás del caballo los dos ocupantes siguieron su recorrido que era siempre el mismo, eran
cartoneros sin imaginación y lo que se hizo el día anterior se repitió esa
mañana. Sin saludar a nadie pero reconociendo en su rutina a cada persona, observaron con detenimiento
los puntos débiles de esos momentos en busca de una rapiña fugaz, una campera
olvidada, un triciclo sin dueño, estaba
en su esencia, y era parte del aprendizaje de vivir tomar lo ajeno y
considerarlo propio.
El niño copió en todo momento las acciones
de ese ser bruto y endurecido que lo conducía, casi que era una sombra pequeña
en la proyección de la película en
blanco y negro.
Ya avanzada la siesta volvieron a la casa
con un magro resultado, lo que dio lugar al disgusto impreso en el rostro del
adulto, palabras fuertes y con tono amenazador se escucharon, en la mesa un
plato de comida con olor a repetido los esperaba, no se hablaron.
¿Y si tenía razón ese amigo loco que varias
veces le dijo: "Lucas, vos debes ir a la escuela"?
¿Quizás se podría escurrir por las tardes?